Hablemos de cosas importantes, antes de dormir. Hablemos del Pisco Sour, dando la palabra a nuestra querida Raquel Rosenberg, nuestra maestra gastrónoma por excelencia.
Imposible hablar de Perú sin nombrar que en cada uno de sus restaurantes y bares se comienza con un pisco sour. Pero ese es el trago, el aguardiente de vid con el que se lo prepara es mucho más. Nació en el Siglo XVI y salió a ver el mundo desde el puerto peruano de Pisco, de ahí el nombre. El lugar está ubicado en el valle de Pisco, tierra de los Piskos, alfareros expertos en vasijas donde almacenaban sus bebidas.
José Moquillaza Risco, director de la Denominación de Origen, explica que el Pisco se obtiene por destilación de mostos frescos de uvas pisqueras (Quebranta, Negra Corriente, Mollar, Italia, Moscatel, Albilla, Torontel y Uvina) recientemente fermentadas, utilizando métodos que mantengan el principio tradicional de calidad establecido en las zonas de producción reconocidas. Posee un grado alcohólico alto (38º a 48º). Existen diferentes variedades: el Puro, de una sola variedad de uva; el Acholado, de corte y el Verde, mostos que se destilan antes de la fermentación. Para el Pisco Sour José recomienda utilizar uno no aromático, el más neutro posible.
Y déjenme que les diga una cosa que aprendí en el Museo del Oro: los vasos rituales, los fabicraban los andinos de dos en dos. Siempre. Porque un vaso está hecho para beber con un amigo o para compartir con una deidad. Los vasos, como los huevos, siempre por pares. Como los Géminis, por otra parte. Y que viva la dualidad…
Hay un cuadro en la catedral de Cusco que cuenta un terremoto. Un gran cuadro en que se refleja todo el Cusco antiguo, con decenas de personajes que, ante un seísmo, reaccionan de las más diversas maneras: unos se tiran por las ventanas, otros sacan la imagen de un Cristo para rezar, una traficante de esclavos originaria de Angola huye despavorida por las calles y, por su parte, se ve a un grupo de mujeres arrojarse al suelo con veneración: quieren besar la tierra y honrar a Pachamama, su deidad por excelencia, la Madre Tierra.
En el siglo XXI, cuando el mundo se ha convertido en un lugar profundamente descreído y las sectas más esotéricas y la religión del dinero parecen campar a sus anchas, en los Andes peruanos hay una especie de retorno a la comunión con la naturaleza que anticipa el mensaje ecologista de «Avatar», sin ir más lejos.
Tras la llegada de Pizarro y sus hombres, la cruz católica contribuyó al poder de la espada para dominar todos estos pagos. Una lección de historia que todos conocemos, que resulta dolorosa, pero que hay que recordar. El caso es que los españoles, además de acabar con todos los vestigios de las religiones locales, destrozando ídolos y figuras sagradas para los nativos, de quemar sus tablillas, códices e inscripciones (como hicieron en México), además de destruir los palacios de los incas para construir encima sus iglesias y catedrales o para usar las grandes lajas de piedra para la construcción de casas y conventos; además de todo ello, también intentaron ganarse el fervor de los nativos con técnicas más refinadas.
Como representar la Última cena con platos locales como el cuy o las papayas en las bandejas, por ejemplo, tal y como se puede ver en otro lienzo de la catedral. O como vestir a las vírgenes unos grandes mantos triangulares, lo que las asemejaban a las montañas, los Apus sagrados de los andinos. O como transformar las fiestas «paganas» de culto al sol en fiestas católicas que se celebraban en las mismas fechas. Fórmulas sibilinas todas ellas en las que Santiago Matamoros se convierte en Santiago Mataincas y que desembocan en las imágenes de Cristos crucificados que, en vez de mirar al cielo, en busca del Padre, miran a la tierra, mitad buscando a la Pachamama, mitad humillados por la imposición religiosa que cayó sobre los nativos.
Y, sin embargo, igual que quedan restos arqueológicos de los Incas y de los andinos que no se consiguieron hacer desaparecer (la visita al Museo de Cultura Prehispánica de Cusco, que hice en la más total y absoluta de las soledades al tener el museo entero a mi disposición, por lo tardío de la hora; y al Museo del Inca así lo celebran) el culto antiguo sigue vivo y en la misma catedral, junto a la puerta de acceso, hay una piedra enorme que los lugareños tocan y acarician para cargarse de energía ya que es uno de sus símbolos sagrados.
Me gustaría hablar de Garcilaso Inca de la Vega, como se conoce aquí al cronista mestizo, hijo de un soldado español y una inca. Garcilaso preguntaba a su abuela materna por las tradiciones de dicha rama familiar. Ella contaba y él anotaba. Una fuente interesante, aunque no sea del todo científica, acerca de la vida de las comunidades prehispánicas. También me gustaría contar algunos de los mitos fundacionales de la cultura incaica. O la historia de los reyes incas que colisionaron con Pizarro y su gente. O la crueldad con que los españoles asesinaron a Tupac Amaru II tras su rebelión o a Atahualpa, pasado por el garrote vil, como bien nos recuerda Pilar, el rey Inca que no sólo aprendió a hablar castellano y a jugar al ajedrez, sino que viendo la codicia de los españoles, intentó comprar su vida con cantidades ingentes de plata y oro, lo que no le sirvió de nada ya que fue asesinado por desmembramiento, al atar cada uno de sus miembros a cuatro caballos que corrieron en direcciones contrarias.
Y no sería malo, recuperando nuestra formación económica, recordar como el oro del Perú fue una de las primeras burbujas económicas que contribuyeron, en gran manera, al arruinar el Imperio Español. Paradójicamente, un exceso de riqueza y una cantera inagotable de recursos naturales de gran valor, hundieron la economía productiva de una nación. ¿Nos suena?
Me gustaría hablar de la hoja de la coca, de la cantidad de aplicaciones que tiene y de la numantina defensa que los nativos hacen de ella, no sólo como producto farmaceútico, sino también religioso y cultural, que muchos de sus ritos comienzan por colocar simétricamente tres hohas de coca en un altar de piedra y honrar, de esa manera, a la Pachamama que les cuida y les da la vida. Y, ojo, sacrificios humanos, en contadas ocasiones. Sólo cuando grandes seísmos o inundaciones destrozaban esta zona del mundo. Y para contentar a las deidades, los niños sacrificados eran los más representativos de la nobleza Inca. O sea que no era baladí. Tenían que escalar grandes montañas y viajar hasta lugares distantes, donde la naturaleza enfurecida se había volcado contra el hombre, para dejarse morir en lo más alto de los Apus de los Andes.
Podríamos hablar de todo ello, pero es temprano, el sol luce ya con fuerza sobre los tejados de Cusco, he de desayunar y me voy a dar un paseo de despedida (temporal) de esta maravillosa ciudad antes de coger mi vuelo de regreso a Lima.
Por todo ello, sed felices y recordar: Pachamama nos tratará como nosotros la tratemos a ella.
No me extraña que para Lillian, una viajera pertinaz y experimentada que ha recorrido los cinco continentes a lo largo y a lo ancho, Cusco sea una de sus ciudades favoritas del mundo mundial, como nos decía en un comentario a uno de los Posts andinos que estamos publicando estos días.
Perú, la Tierra del Inca, como se la publicita y conoce. Y, sin embargo, como nos contaba Pilar, cuyo magisterio y consejo están siendo impagables estos días, los incas eran la casta noble que residía en Cusco. Los reyes. Y sus familias. De hecho, Inca es una palabra quechua que significa «rey». El resto de habitantes eran andinos y su distribución iba desde Ecuador y Venezuela hasta Chile y Argentina. La cultura andina. La original y auténtica cultura de Sudamérica. Porque, además, antes de la Inca (1.200 después de Cristo) estuvieron los Pikimachay, tan lejos como en el 16.000 ac. O los Parakas (900 ac.), los Nazca (400 ac) o los Lamboyeque (800 dc.)
Y vayamos con una cuestión gramatical. Cuando digo Cusco no es porque me haya vuelto fino, cursi y redicho. Es porque da lo mismo, según la Real Academia de la Lengua, escribir Cuzco que Cusco. Y, en su momento, el cambio de la «s» por la «z» tuvo un cierto deje despreciativo. Y como el nombre original en Quechua era Qosqo, pues eso. Que Cusco. Que, además, la cerveza que me bebo estos días se llama «Cusqueña», lo deja zanjado el asunto, por lo que a mí concierne.
Pero volvamos a la declaración de principios de Lillian, con la que estoy totalmente de acuerdo. Uno, que ya va atesorando un cierto currículum viajero, cuando llega a algunos lugares muy concretos sabe que pasarán a su acervo íntimo y personal, casi sagrado, de lugares a los que volvería sin dudarlo. De lugares en los que no le importaría pasar una buena temporada, viviendo y aprendiendo. Y Cusco es uno de ellos. Desde que llegué en el avión y salí del aeropuerto, viéndome rodeado de verdes montañas, sentí que éste lugar es especial. Muy especial.
Y todo lo que voy descubriendo desde entonces no hace sino reforzar esa primera impresión, desde el casco antiguo, las galerías de arte, los bares y restaurantes con encanto, las ruinas prehispánicas, las mixturas criollas, el sincretismo cultural y religioso…
Por eso, quizá, no me importa tanto no haber podido ir a Machu Pichu. Porque sé que más pronto o más tarde, volveré a Cusco. Porque, además, me he quedado con las ganas de visitar Iquitos y la zona del Amazonas. Y las líneas de Nasca. Y el Titicaca. Y… Y, por tanto, habrá ocasión de volver, claro que sí.
Unas notas me gustaría resaltar sobre la profunda comunión que sigue existiendo entre los andinos y la naturaleza, con el culto a las montañas y la resistencia de la medicina naturista, las hierbas, pomadas y remedios tradicionales. El culto al agua, que viene desde tiempos inmemoriales. Y el desarrollo de la astronomía, que tenía que ver con lo mucho que necesitaban los andinos conocer el cielo para conseguir la máxima rentabilidad de la tierra, dado que la agricultura era su principal sostén de vida. O sea que el culto al Sol, señor y dador de vida, no era casual. Como no lo era, por otra parte, para otras tantas civilizaciones antiguas. De hecho, la traducción del quechua de lo que ellos entendían por Dios es «Fuente vital que nos da la vida».
Y, a partir de ahí, los tres escalones. Las tres gradas que podíamos ver en la foto de «Qosqo» que dejábamos esta mañana. Un símbolo del mundo pasado, del presente y del que está por venir. Igualmente, del mundo subterráneo, el mundo terrestre y el aéreo, simbolizados respectivamente por la serpiente, el puma y el cóndor.
No se puede entender la cultura andina sin su comunión con la naturaleza. No es raro que estos días se hable del fenómeno el niño, de los terremotos y las inundaciones. O leer frases como esta de David Frías Chávez, en la presentación de su exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Cusco: «Renacimiento de un milenarismo andino insurgente».
Vivir de acuerdo con la naturaleza, y no a sus espaldas y, ni mucho menos, acabando con ella.
Seguiremos hablando de respeto, sincretismo, fusión… y aniquilación. Como anticipo… ¿qué les sugiere la imagen, la visión de esta virgen?
Me dio mucha alegría que Ignacio Midore recurriera a este pequeño cuento de Augusto Monterroso en nuestro Club de Lectura. Por razones obvias y yendo hoy a visitar lugares arqueológicos por los alrededores de Cusco, lo comparto con vosotros, a ver qué os parece.
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.