Diccionario de Nueva York

Piensa en algo ceniciento, plúmbeo y cansino hasta el hartazgo. Piensa en uno de esos momentos en que has sentido sobre tus hombros el peso íntegro del planeta tierra, con todo lo que contiene.

Piensa, sin ir más lejos, que estás en un pueblo de la meseta castellana, un domingo de mitad de agosto, a las cinco de la tarde, a pleno sol y sin nada que hacer.

Pues siento mucho decirlo, pero cada vez que cogía en mis manos el “Diccionario de Nueva York” de Alfonso Armada, me sentía un poco así.

Antes de viajar a Nueva York, hace unas semanas, aproveché para ver algunas películas y leer determinados libros con la Gran Manzana como protagonista. Ya comentamos el gozo y la felicidad de leer lo último de Elvira Lindo, por ejemplo. Y aunque he esperado un tiempo, dejándolo reposar, llega el momento de ajustar cuentas con este Diccionario de Nueva York, publicado por Ediciones Península.

Que el 11-S marcó un antes y un después en nuestra vida está claro. Que el impacto, en Estados Unidos en general y en Nueva York en particular, tuvo que ser absolutamente brutal y desolador tampoco admitirá ninguna duda.

Pero que Alfonso Armada trufe buena parte de las entradas que componen este Diccionario con la ausencia de las Torres, convierte su lectura, por momentos, en algo insoportable.

A ver. Que Alfonso Armada es un titán escribiendo, no admite discusión. Y que es un periodista de raza, curtido y fogueado; tampoco. Que tiene una cultura tan vasta como enciclopédica es una verdad del tamaño de una catedral gótica. Y que su correspondencia con Sánchez-Terán entre África y Nueva York en el suplemento de periódicos como IDEAL era absolutamente imprescindible; tampoco puede haber nadie que ose dudarlo.

Pero este Diccionario de la ciudad de los rascacielos, aún con momentos deslumbrantes, mayormente da mucha pena. Pena, no en el sentido irónico o lastimero del término, sino en el tradicional del diccionario de la lengua, en su segunda acepción: “aflicción, tristeza”.

Hondas, profundas, terribles y destrozadoras. Aflicción, pena, tristeza y desconsuelo.

Un libro es, por supuesto, de su autor. Y “Diccionario de Nueva York” es un gran libro. El libro de Alfonso Armada. Pero no puedo hacerlo mío, como lector.

No quiero.

Al menos, no ahora.

En mi viaje a Nueva York buscaba mitología. Y la he encontrado. A raudales. Es cierto que estuvimos en la Zona Cero y en el Memorial que recuerda a los 3.000 muertos de las Torres Gemelas. Y que imponen e impactan.

Pero Nueva York es otro montón de cosas. Y ésas eran las que yo quería disfrutar, vivir y experimentar.

Justo en el avión, volando hacia la Gran Manzana, leí el texto de un articulista español allí radicado y que hablaba de la hostilidad de la ciudad y la frialdad de sus habitantes. Que, incluso, había personas que daban pequeños golpes de forma voluntaria a los pasajeros del metro o del autobús para tener la ocasión de disculparse y entablar contacto humano con sus semejantes.

¡Por favor!

Sean falsas, sean ensayadas o sean interesadas, Nueva York está repleta de buenas palabras, sonrisas y expresiones de ánimo. ¿Silencio y hostilidad? ¡Menos cuentos, Caperucito!

Lo siento, pero no. Mi Nueva York, en estos días como turista, ni ha sido hostil ni se me ha mostrado angustiosa y pesarosa; triste y hundida.

Quizá, en otro momento, en otro contexto, habría disfrutado de la dimensión humana, casi espiritual, del “Diccionario en Nueva York” de Armada. Sin embargo y en los derechos que me amparan como lector, proclamo que buscaba leer una versión española de “Nueva York era una fiesta” y, en este libro, no lo encontré.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

A ver en anteriores 9 de mayo… 2008, 2009, 2010 y 2011

Jazz en Harlem

Hace unos días escribíamos en IDEAL este artículo sobre el Jazz, con mayúsculas, en los clubes de Nueva York, comentando conciertos de los míticos Blue Note y Birdland y del mágico y subterráneo Standard Jazz en que se ha grabado, en directo, el último y majestuoso disco de Chano Domínguez, “Flamenco Sketches”.

Hoy, 30 de abril, para celebrar el recién designado como Día Internacional del Jazz, vamos a hablar de la pequeña excursión que, en domingo, hicimos por ese barrio mítico llamado Harlem.

Nuestra idea era ir a la misa de la Iglesia Baptista más conocida de Nueva York, The Abyssinian Church, pan-afro-americana. Y hacerlo, además, en plena Semana Santa. El Domingo de Ramos, en concreto.

Estuvimos un par de horas haciendo rigurosa cola, pero al final, conseguimos entrar.

¡Preciosa esa Iglesia, con forma de Anfiteatro! E impresionante la ceremonia. No solo por colosal el coro de Góspel sino por la cercanía, la intensidad y la conexión que los Pastores (y Pastoras) conseguían con los fieles.

El momento en que uno de los Pastores invitó a una familia a ponerse en pie y, tras instar a la policía a que identificase y detuviese al asesino que le había arrebatado a uno de sus miembros, animó a todos los presentes a mostrar nuestra solidaridad con ellos, a través de un atronador aplauso, es de esos que se te quedan grabados por siempre jamás.

Salimos enfebrecidos de la iglesia. El Predicador se había comportado como uno de esos entusiastas y vocingleros actores que estamos a acostumbrados a ver en las películas. Pero en mejor. Y en serio. De verdad. Hacía chistes, inflexiones de voz, tronaba, susurraba… ¡un espectáculo en toda línea!

Íbamos caminando con nuestra hoja de palma, por Harlem, pensando si volver a Manhattan, cuando nos encontramos en la avenida Lennox, también conocida como Malcom X Bulevar. ¡La avenida Lennox! Para quiénes hemos disfrutado como carniceros en el matadero con las novelas de Chester Himes protagonizadas por Sepulturero Johnson y Ataúd Ed; la avenida Lennox es como Broadway para los amantes del musical o Hollywood Boulevard para los amantes del cine.

Comimos pollo, muy sabroso, por cierto, en el local de unos latinos. Lástima que, un poco más allá, había un garito de comida sureña, cajún, y no lo vimos. Pero ya tendríamos tiempo de desquitarnos.

Y seguimos caminando, entre el paisanaje de un barrio que, afortunadamente, ya no es lo que era; desde el punto de vista violento y delincuencial.

Íbamos caminando tranquilamente por la calle cuando vimos a una mujer que hacía movimientos extraños. No es raro, en NYC, encontrar a gente que haga cosas raras pero, como apenas acabábamos de llegar, todo nos llamaba la atención.

La fui siguiendo con la mirada mientras caminábamos y, entonces, me di cuenta: ¡estaba bailando! Frente a la puerta de un garito, de un café… en el que tocaba un cuarteto: piano, contrabajo, batería y congas.

Y entramos al “449 LA SCAT”, claro.

La señora, que se llamaba Sandra, era la dueña de un local multifuncional que funcionaba igual como modesto café que como sala de conciertos, librería-biblioteca y activismo social de prevención del SIDA y otras enfermedades de transmisión sexual. Fotografías en las paredes y, a cada rato, Sandra sacaba un bizcocho casero para que acompañáramos los cafés.

Y los músicos tocaban.

Tres de ellos eran vetustos viejunos, como los entrañables músicos del Buena Vista Social Club o como nuestros queridos y añorados Gimes de Santa Clara, Cuba. El contrabajista, por el contrario, era un descarado jovenzuelo que se entendía a las mil maravillas con sus compañeros, sobre todo, con el que tocaba la Tumbadora que, de tan mayor, grababa su actuación en un cassete que trataba de activar con sus deformados dedos, cubiertos de esparadrapo.

Y apenas había unos pocos clientes. Pero buenos.

Y otros músicos entraron.

Y terminaron los que tocaban en ese momento, para darles paso.

Y pasaba la tarde.

Y nosotros éramos turistas que ansiaban encontrar lo que quedara del Cotton Club, para lo que nos tuvimos que despedir de Sandra, la entrañable, carismática y decidida dueña del café; y dirigirnos al otro Harlem. El Harlem hispano.

Pero era domingo por la tarde y el nuevo Cotton Club estaba cerrado a cal y canto. Ya no abriría hasta el siguiente fin de semana.

Y empezaba a llover. Así que cogimos el metro, para volver al corazón de Manhattan y, allí, en un vagón del tren que recorría el corazón de la Gran Manzana, nos encontramos unos rostros conocidos. ¡Cómo si estuviéramos en el 3 que vuelve del Centro al Zaidín!

Y es que el mundo es muy pequeño, pero ésa es otra historia y teníamos que irnos a descansar, que esa noche tocaba Arturo O’Farril y su banda residente en el Birdland y… bueno. El resto ya lo conocen ustedes, ¿verdad?

Jesús Lens

PD.- Si habéis llegado hasta aquí, entenderéis que ayer me emocionara leer ESTE artículo de Elvira Lindo, sobre jazz y Harlem… a veces, las conexiones funcionan…

Y ahora, a ver los anteriores Pre1 de mayo que publicamos: 2008, 2009, 2010 y 2011

Los rostros del Metro

De niños, a todos nos gusta y nos sorprende el Metro. A quiénes somos de provincias, en nuestras primeras visitas a ciudades como Madrid o Barcelona, una de las excursiones más excitantes era bajar al metro.

El metro como destino, como objetivo; más que como medio de transporte para ir de un sitio a otro.

Cada vez que un adulto decía de ir a cualquier sitio (al zoo, al parque de atracciones, al Prado…) nuestra respuesta era:

– Vale. Pero vamos en metro.

Después, al crecer, el metro no es más un engorro necesario, como los autobuses o el taxi, que nos permite movernos por las tripas de la gran ciudad, ahorrando tiempo y dinero.

Hasta que vas a Moscú.

Porque en Moscú, el metro es un espectáculo.

La Semana Santa del año pasado, bajando por las escaleras mecánicas que nos conducían al interior de la Bestia, me acordaba de un libro que leí de niño cuyo protagonista, otro niño, quedaba fascinado por un universo subterráneo tan singular como atractivo. Le recuerdo embelesado, subiendo y bajando por esas mismas escaleras, disfrutando de todos los tesoros que albergaban las distintas estaciones por las que iba pasando y sin comprender a las personas mayores que, en vez de dejarse llevar, se afanaban en subir y bajar a toda velocidad, profanando el misterio mecánico de las escaleras mágicas.

Y es que Stalin también hizo alguna cosa no del todo reprobable: dado que millones de trabajadores transitaban diariamente por las diferentes estaciones del Subte, como llaman al metro en México, ¿por qué no convertirlas en auténticos palacios, llenándolas de obras de arte que, como los museos, sirvieran para ennoblecer y hacer más agradable el tránsito de casa al trabajo y viceversa?

Arte y consignas revolucionarias, claro. Artesonados que quitan el hipo, esculturas, pinturas y artes aplicadas para convertir algunas estaciones de metro en auténticos Palacios del Pueblo.

Pero si algo me gustó del Metro de Moscú, como al niño de aquella novela de cuyo título no me acuerdo, fueron precisamente sus escaleras mecánicas, larguísimas, interminables. Porque el Subte moscovita es tan profundo que el trayecto en escalera dura dos y tres minutos largos. Dos o tres minutos en los que, mientras subes, te cruzas con decenas de personas que bajan. Y viceversa. Y que propician instantes congelados en el tiempo, instantes en que tu mirada se encuentra, fugazmente, con la mirada, el rostro, el peinado, la ropa, la sonrisa o el ceño fruncido de un montón de gente a la que jamás volverás a ver en tu vida.

Son flashes muy potentes, momentáneos, que duran apenas unos segundos. O menos. Seguidos y concentrados en el espacio y en el tiempo. Flashes que, por acumulación, terminan desbordando.

Después, en el vagón del metro, tendrás oportunidad de mirar más detenidamente y por más tiempo a las personas que viajan contigo, de una estación a otra. Pero, por la noche, cuando cierras los ojos antes de dormir, serán los súbitos rostros en cascada de decenas y decenas de personas anónimas y desconocidas los que invadan tu mente, tu consciente y tu inconsciente, tratando de colarse en tus sueños, subiendo y bajando por las escaleras interminables de un Metro, de un Subte que tiene la apariencia de un laberinto infinito diseñado por Escher.

Jesús confuso Lens

A ver, los anteriores 11 de abril: 2008, 2009, 2010 y 2011.

Intrepid

Saliendo al paso de los malintencionados rumores acerca de la falsedad de mi escapada a Nueva York (se dice que, en realidad, he estado recluido en un templo budista, haciendo meditación zen y documentándome para mi siguiente libro) os dejo un par de imágenes neoyorkinas que, posiblemente, no son las más habituales de la Gran Manzana:

Jesús intrépido Lens

PD.- A mí también me gustaría estar escribiendo en estos momentos, como un loco, sobre la ciudad de los rascacielos. Pero… en fin.

 

¡Hablamos!