Es la película del verano. Se la ama o se la odia. No hay término medio. Para unos es ‘Tiempo’. Para otros, ‘Old’. Para unos es una genialidad. Para otros, un truño. En lo que sí hay coincidencia es en que la idea es maravillosa. Una idea que tiene que ver con el tiempo, lógicamente. Con su paso. Con su falta. Con su peso. Con su ausencia.
El nuevo thriller de M. Night Shyamalan arranca con un prólogo en el que el cineasta se dirige a la cámara para celebrar que nos encontremos de nuevo, él y nosotros, en una sala. Porque, y esto lo tengo muy escrito desde mucho antes de la pandemia, no es lo mismo ver una película que ir al cine. El director explica que filma sus películas para que las veamos en íntima comunión en una sala oscura, rodeados de gente. Efectivamente, es un gustazo ir volviendo, aunque sea poco a poco y con espacios vacíos a nuestro alrededor.
‘Tiempo’ cuenta las vacaciones de una familia estresada en un resort paradisiaco. El hombre está tan pendiente del futuro que no sabe disfrutar del presente. La mujer, sin embargo, está más en el aquí y el ahora. Tienen concepciones diferentes del tiempo, lo que genera fricción.
No les voy a contar nada sobre la trama de ‘Tiempo’, que las películas de Shyamalan se basan en la sorpresa y no quiero ser el aguafiestas que les arruine la función. Sí les diré que me considero equidistante. Ni me ha parecido la obra maestra que defienden unos ni el desastre que critican otros. Hay momentos brillantes, como los planos acuáticos, y otros que bordean el ridículo. Hay actores con pinta de no tener ni idea de qué pintan en pantalla y acertadas resoluciones formales cargadas de poesía y sensibilidad.
Eso sí, tengo la compulsiva necesidad de leer ‘Castillo de arena’, el cómic de Frederic Peeters publicado por Astiberri en que se basa la película y que, paradojas de la vida, surgió como idea para el guion de un filme… que nunca llegó a rodarse. Los caprichos del arte y la creación.
Acabo de leer, más causal que casualmente, ‘La Policía de la Memoria’ novela de la prestigiosa autora japonesa Yoko Ogawa, publicada por Tusquets, y que venía con la vitola de mil y un reconocimientos como Libro del Año. Así se presenta en sociedad: “Una poderosa y delicada novela, de tintes orwellianos, sobre el control social y la memoria”.
En una isla indeterminada de Japón, en un tiempo igualmente indeterminado, desaparecen cosas. Nadie sabe cómo ni por qué, pero un día se desvanecen los pájaros y, al tiempo, lo hacen los perfumes. Desaparecen cosas de forma aleatoria, como por ensalmo, y nunca vuelven a aparecer. Además, los habitantes de la isla no tardan en olvidar que alguna vez existieron. Y si, por casualidad se topan con un recuerdo o una fotografía de los objetos desaparecidos, no tienen ni idea de qué eran ni para qué servían.
En este escenario, la Policía de la Memoria se encarga de eliminar los rastros del pasado. Por ejemplo, una vez desaparecidos los pájaros, se incautarán de guías o cuadernos de campo que contengan fotos o dibujos de aves, harán una hoguera con ellos y los quemarán.
La novela tiene un punto de crítica orwelliana, sin duda, pero para mí es mucho más una parábola sobre el Alzheimer cargada de sensibilidad y en la que pasan muchas cosas, que solo les he hablado del planteamiento de base. Los protagonistas son unos personajazos, maravillosamente trazados, cuya interacción nos sitúa frente a un escenario inquietante que, por desgracia, no puede parecernos ajeno o extraño a los lectores.
Jesús Lens