– ¡Puta! ¡Puta! ¡Hija de la gran puta!
Era domingo por la mañana. Iba atravesando el Zaidín, bajo ese delicioso sol de invierno que calienta sin quemar, cuando semejante sarta de improperios me sacaron de mi ensimismamiento baloncestístico, preocupado por si el CeBé Granada ganaría esa mañana al CAI o no.
No pude ver al autor del referido discurso, tan monotemático como contundente, ya que el sujeto estaba subido en un coche que, justo al doblar la esquina de su calle, salió a toda leche, quemando neumáticos.
Al salir zumbando, dejó bien visible una pintada, escrita sobre la blanca pared de la casa de su ¿novia? ¿mujer? ¿amiga?:
Te adoro.
Me imaginé al individuo, arrobado de amor, escribiendo su declaración en la pared del objeto de sus deseos. Y, tiempo después, gritándole lo que pensaba de ella. Y surgió el chispazo. Del amor. Y del desamor. A la vez.
– Te adoro, puta.
Pensé que tenía que escribir un cuentito con ese título: “Te adoro, puta”.
Creo que suena extraordinariamente bien (desde un punto de vista fonético, entendedme) y que ofrece un sinfín de posibilidades.
El problema estriba en que, cada vez que intento escribir el relato, no me sale. O sea, no me sale nada que esté a la altura de ese proverbial “Te adoro, puta”.
Lo que me lleva a pensar que, posiblemente, el relato ya está escrito y que, con el TAP, queda todo dicho.
Dejo la pelota es vuestro tejado. Porque lo mismo os apetece escribir un cuentito que empiece así:
– Te adoro, puta.
Jesús des-inspirado Lens