Me comentaba un amigo, hablando sobre lo mucho que me gusta escribir, que se notaba que tenía mucho tiempo. Lo decía de buena fe, me consta, pero me hizo gracia escuchar otra vez una expresión que, implícitamente, lleva una cierta carga de crítica mordaz, como si uno fuera un vago redomado.
El caso es que sí. Es cierto. Tengo tiempo. Dispongo exactamente de mil cuatrocientos cuarenta minutos diarios, que, al cambio, suman veinticuatro horas. Es, curiosamente, el mismo tiempo de que dispone Sarkozy para hacerle unos arrumacos a la Bruni, salir en la tele diciendo alguna machada, dictar un par de leyes, liberar a algún ciudadano secuestrado y hacer footing. El mismo tiempo, en fin, que tiene una joven etíope para recolectar leña con que hacer un fuego para alimentar a su familia.
Condicionado por sus circunstancias personales, cada uno hace con su tiempo lo que le viene en gana. Pongamos como ejemplo esa tele-realidad que nos rodea. Tenemos, por un lado, el inefable “Gran Hermano” en que sus protagonistas se dedican a golfear y gandulear el día entero, desde que se levantan hasta que se acuestan. Y tenemos “Fama”, un programa en que sus participantes, además de tontear lo suyo, han de bailar, preparar coreografías, improvisar y trabajar para ganarse su continuidad en el concurso. Siendo lo mismo, no es ni parecido.
En nuestra vida diaria, todos tenemos que decidir a qué dedicamos los mil y pico minutos diarios de tiempo que el reloj nos regala cada mañana. Así, podemos hacer deporte o verlo por televisión. ¿Por qué tiene tanto éxito el fútbol? Porque, cuando termina el partido, sin habernos movido del sofá, podemos presumir, colectivamente, del partidazo que hemos hecho y de la victoria que hemos cosechado. Los deportes televisados transmiten al espectador la falsa sensación de que ha estado haciendo algo, más allá de rascarse la panza, arrumbado en un sillón.
Añagazas para justificar que nos encanta perder el tiempo las hay a cientos. Desde esas infumables comidas de trabajo a las eternas reuniones sin contenido que te dejan baldado. Del cansancio tras una jornada laboral en que no te has levantado de la silla a la pereza provocada por el tráfico, cuando te planteas ir a un concierto, al cine o a ver una exposición; por no hablar del tiempo perdido parloteando por teléfono.
El caso es que siempre tenemos una inmejorable excusa para el no hacer y la inacción. Pensemos en esas determinaciones de año nuevo. En esos planes para el fin de semana o las vacaciones. En esas energías postveraniegas. Al final, las palabras se nos suelen quedar en el tintero, las ideas en la cabeza y las mejores intenciones en el limbo. Por eso, la autodisciplina y la autoexigencia siguen siendo las únicas recetas válidas para vencer la abulia general, siempre disfrazada de unas agendas apretadas hasta la extenuación y de una vida social tan teóricamente activa y excitante como realmente tediosa e improductiva.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.