Y para despedir la semana y dar la bienvenida al frío, un cuento muy doméstico. Y muy corto. A ver si os gusta.
A mi vecina de al lado se le debe haber estropeado el timbre y a su casero le debe estar costando arreglárselo.
Además, mi vecina… (¿Os acordáis de aquella aulladora? No. No son la misma, que conste.)
Mi vecina, decía, tiene una nueva pareja (¿o será la de entonces, que ha vuelto, pero más discreto? 😉 )
Una nueva pareja que debe creer en la vida sana y deportiva y que, entre otras virtudes, debe tener la de subir por la escalera ya que, cuando llega al rellano de nuestro piso, nunca se oye el ascensor.
¿Cómo sé, entonces, que ha llegado al rellano?
Porque, como todavía no debe haberse ganado la confianza de mi vecina, aún no tiene llaves del piso. Y tiene que llamar a la puerta. Y como el timbre está estropeado, llama a la vieja usanza: golpeando con los nudillos.
– Toc. Toc. Toc.
Y ahí estoy yo, arrellanado en mi sofá. Leyendo. Tranquilo. Relajado. Viendo las primeras y preciosas nieves que, hoy, han caído sobre la Sierra.
Y lo oigo:
– Toc. Toc. Toc.
No lo puedo evitar. Me sobresalto. El corazón se me acelera y siento algo muy parecido al miedo. Yo le llamo repullo. O susto. Pero es miedo.
– Toc. Toc. Toc.
Imagino que pronto me acostumbraré y el sonido de la llamada del novio de mi vecina se convertirá en uno más de los habituales del edificio en que vivo.
Pero reconozco que, cuando estoy viendo una película, en el silencio la madrugada, y lo escucho:
– Toc. Toc. Toc.
Me alarmo. Y sudo.
Sobre todo, porque hace meses que mi vecina se marchó del piso de al lado y, de momento, nadie lo ha vuelto a ocupar.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.