Tras una buena discusión sobre el precio final del peinado más el pelo postizo a añadir, Sacai se quedó sentada en el sillón de la peluquería mientras Silvia, Mari Luz y un servidor se iban con Ibrahim y Mohammed al mercado, a buscar máscaras y demás elementos artesanales decorativos que, cuando llegas a casa, te cuestan un disgusto a la hora de elegir dónde ponerlos.
Pero ésa es otra historia. El caso es que dejamos a Sacai, cerca de las cuatro, en la pelu. Y quedamos en recogerla a eso de las ocho, que trenzar toda una cabeza no es moco de pavo.
Regresamos al local ya entrada la noche, pero nos habíamos adelantado un poco a la hora convenida. Mi Sacai tenía buena parte de la cabeza bien anudada. Tres mujeres se afanaban sobre su pelo, cogiendo pequeños mechones, añadiendo el postizo y retorciendo el resultado en larguísimos tirabuzones que terminaban descansando, elegantemente, sobre los hombros.
Y nos quedamos. La peluquería, que mediría diez o quince metros cuadrados, albergaba a cuatro chicas y un bebé. En cuanto Ibrahim se hizo cargo del infante y empezó a hacerle monerías, la cuarta chica se abalanzó sobre Sacai y se unió a la fiesta de la trenza. El caso era que las chicas, cuando veían a alguna amiga o conocida por la calle, le gritaban. Entraba y anudaba dos, tres o las trencitas que pudiera, antes de de seguir con sus quehaceres.
Sacai nos dijo cómo se habían pasado la tarde cascando, bailando, riendo, viendo telenovelas y escuchando música. Pero trabajando. Sin parar. Entonces apareció una voluminosa señora. Una señora que, ella sola, abarcaba un cuarto de la peluquería con su gran humanidad. Arrebató al mocoso de los brazos de Ibrahim y se puso a mecerlo con convencimiento. Era (debía ser) la abuela de la criatura.
Entonces, la chica más alta dejó el trabajo y se fue al fondo de la sala. Se puso un manto negro sobre su traje marrón y un pañuelo en la cabeza, estiró una manta y se puso a rezar, levantándose y tendiéndose discretamente, pero a la vista de todos y mientras la tele atronaba con los videoclips.
Llegó la hora de la merienda del churumbel, que todavía tomaba el pecho. Sin problema. Un rincón del sofá de eskai era suficiente. Entraron dos mujeres, saludaron, se rieron y se fueron. Seguían las voces y el cachondeo. Y el trabajo. Y volvió a ser hora de rezar para la chica alta. Y, para calentar agua, una de las peluqueras se salió a la calle y encendió un hornillo.
Al haber entrado hombres en la pelu, las mujeres ya se habían quedado más serias, más compuestas, más en su papel. Como dice mi amigo peluquero del Zaidín, es difícil que triunfen las peluquerías unisex. A ellas les gusta la intimidad de la compañía femenina, pudiendo hablar de sus cosas, libremente, sin que la presencia de clientes hombres haga que se corten, sin tener necesidad de mantener una compostura formal y gestual que el ejercicio de la peluquería no contribuye a fomentar, precisamente.
Así, no es de extrañar que el Bagdad de los peores momentos de la Guerra de Irak, las peluquerías fueran objetivo primordial de los integristas. Las peluquerías son reductos de libertad para unas personas que gustan de hablar, reír, comentar y discutir en unos locales que fomentan la relación social y comunitaria de las personas.
Para Sacai, trenzas aparte, la velada en la peluquería de Bamako fue una muestra del natural amable, cariñoso y gentil de unos malienses que son, sin duda, los mejores embajadores y relaciones públicas de un país que, como tantas veces hemos dicho, tiene una magia especial.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.