El pasado miércoles, después de esperar 15 minutos de cola en la oficina de Correos y votar, me sentí un auténtico titán, un héroe mitológico; poco menos que un Hércules electoral. Llevamos tanto tiempo hablando y oyendo hablar de la desmotivación, de la pereza a acudir hoy a las urnas, de la desafección política y de la desmovilización del electorado de izquierdas que, en mi subconsciente, ir a votar se convirtió en una tarea más azarosa y pesarosa que los trabajos del susodicho Hércules.
Es cierto que votar cuatro veces en cuatro años no parece lo más idóneo, pero de ahí a hablar de cansancio, fatiga y agotamiento media un abismo: pudiera parecer que, en vez de darse un paseíto hasta el colegio electoral a lo largo del día hoy y depositar un sobre en una urna tras saludar a la concurrencia, hubiera que hacer extenuantes series de abdominales, flexiones y dominadas.
Me enteré de que el 10-N iba a estar fuera de casa el último día en que podía solicitar el voto por correo. Mi primer impulso fue pasar de ir a Correos, justificándome a mí mismo con lo del cansancio, y tal. ¿Cansancio? ¡Qué cansancio ni cansancio! Ni que se tratara de ir a picar piedra o abrir caballones con la azada…
Cogí el 4, fui a Correos, pedí turno, esperé la cola, hice los trámites, firmé electrónicamente y a volar. Esta semana, cuando llamó el cartero a casa, ya era el último día para enviar mi voto. ¡Qué pereza! ¡Qué mal me viene! ¡Con lo a gusto que estoy yo ahora en el sofá, otra vez a Correos!
Me sacudí la modorra y, ya les digo, al ver el sobre con mi sufragio depositado en la saca correspondiente, me sentí como el héroe de una película de aventuras que cumple con éxito su misión después de incontables penalidades.
Sinceramente, creo que nos hemos puesto muy tontos con esto del cansancio, la fatiga y el agotamiento electoral. Cierto que estamos decepcionados con nuestros políticos, pero quedarse en casa y no ir a votar no soluciona nada.
Jesús Lens