Antiguamente, en los cines, cuando la película era larga, se hacía una parada en mitad para que el proyeccionista cambiara las bobinas. De paso, el respetable podía aliviar la vejiga y pasar por el ambigú para hacerse con un tentempié que le dejara en las mejores condiciones para disfrutar de la segunda parte de la fiesta cinéfila.
Este infernal 2020, llamemos a las cosas por su nombre, está pidiendo a voces una paradihna, un descanso, una tregua. Iba a escribir ‘tiempo muerto’, pero no es la mejor de las expresiones, tal y como están las cosas y por mucho que me gusten los símiles baloncestísticos.
¿Se acuerdan de cuándo no había noticias en agosto y había que ingeniárselas para alargar las añoradas serpientes de verano? El origen de tan popular expresión tenía que ver con el famoso monstruo del lago Ness que, en teoría, se dejaba ver todos los veranos, de forma que los periódicos tuvieran algo de lo que hablar.
Este año, el bueno de Nessie tendría que aparecer levitando, completamente desnudo y marcándose un Tik Tok para que le hiciéramos una chispa de caso.
Cuando el pasado martes a media tarde vi las imágenes de la brutal explosión de Beirut, se me cayeron los palos del sombrajo. Los vídeos que mostraban la onda expansiva eran tan estremecedores que, temiendo que se tratara de un atentado terrorista o de una acción bélica, hice lo inimaginable: desconectar todos mis dispositivos móviles y coger la bicicleta para perderme, con mi hermano, por ignotos caminos de montaña.
No sé ustedes, pero empiezo a no poder más. El nivel de tensión de estos meses está alcanzando niveles electrocutantes. No hay capacidad para recibir, asimilar, rumiar y absorber tanta información. Para analizar el contexto. Para reflexionar sobre causas, efectos y consecuencias.
Cuando todavía no se ha ido la primera ola de la pandemia, la segunda ya amenaza con un tsunami capaz de llevarse por delante los restos del naufragio que aún tratamos de salvar. ¿Dónde están Georgie Dann y la canción del verano cuando se les necesita?
Jesús Lens