El pasado sábado, mientras su pareja salía de pintxos por el centro de Pamplona, el escritor Carlos Bassas preparaba un pequeño petate y se dirigía a la estación de tren. Fijo que le habría encantado acompañarla, descabezar un sueñecito e irse a ver ‘Ad Astra’. En vez de eso, aprovechó para trabajar en el AVE.
Llegó a Granada a eso de las 11 de la noche, por lo que se perdió la mitad del cabaret que organizamos en Granada Noir y que abarrotó el Teatro CajaGranada. Ojeroso y cansado, el domingo nos acompañó en todas las charlas del festival. Tras su conversación con Carlos Zanón sobre el mito del eterno retorno del héroe mediterráneo y sus conexiones con el imaginario del western, de la mano de la Fundación Tres Culturas; Bassas pidió disculpas y nos dijo que no se quedaba a cenar. Tenía billete para el AVE el lunes a las 7am y tenía que preparar una clase para esa misma tarde.
¿Le mereció la pena a Carlos invertir el fin de semana de esta manera? Si le pregunto, seguro que me dice que sí. Pero yo sé que no, crematísticamente hablando. Que fue una paliza. Que lo hizo por amistad. Y, también, por profesionalidad.
Cada vez que oímos hablar de ‘viaje’, pensamos en vacaciones, postales idílicas, fiesta y cachondeo. Y en algún museo, por cumplir. Los viajes de trabajo, en el imaginario colectivo, siguen siendo un batiburrillo de desayunos bufé, copiosas comidas, cenas alargadas y copas hasta el amanecer.
De esa manera, el moralista que llevamos dentro se irrita cuando escucha lo de los viajes de negocios. Con la de cosas que hay pendientes de hacer en casa, ¿qué necesidad hay de salir ahí fuera? ¿Para qué tanto gasto?
El domingo, antes de que se volviera al hotel, una lectora se acercó a Carlos Bassas. Llevaba todos sus libros en una bolsa y quería que se los dedicara. Las amables palabras y las grandes sonrisas que ambos se cruzaron fueron la mejor demostración de que sí. De que el viaje había merecido la pena.
Jesús Lens