Con 18 años tomé dos decisiones equivocadas que ya no tienen marcha atrás: irme de camping y estudiar Periodismo. Lo primero no volveré a repetirlo pero con lo segundo estoy obligado a convivir para el resto de mi vida, aunque -como diría Manuel Vicent- algunos todavía se piensan que toco el piano en un burdel.
Así que como no tuve más remedio que ser periodista, decidí beberme esta profesión a sorbos como el que traga veneno pensando que se trata del elixir de la eterna juventud. Por eso, como si fuéramos justicieros adolescentes, aún me levanto a diario pensando que algún día escribiré el titular con el que arreglaré el mundo.
Me he topado con mucha gente interesante y con mucha otra que no tenía ningún interés por encontrármela.
Alguna vez habré hecho bastante daño sin saberlo pero nunca utilicé -ni siquiera cuando tuve motivos- el espacio del que dispongo con intenciones revanchistas.
Sin embargo, como la mayoría de periodistas, soy más chulo de lo que valgo y el primero al que le extraña que a estas alturas de la película aún no me hayan cruzado la cara.
Aunque no escribo por ideologías suelo ser de ideas fijas y rara vez rectifico. Reclamo para los políticos muchas cosas que yo no haría; en más de una ocasión confundo la crítica con la envidia. Muchos días no estoy de acuerdo conmigo mismo y no me soporto cuando me llevo la contraria. Y durante tanto tiempo he jugado tan al límite que vivo constantemente haciendo equilibrio.
Pero nunca me quité la correa.
Aunque en más de una ocasión me haya tenido que bajar los pantalones.
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