La subjetividad tóxica y los vicios

Escribió Íñigo Errejón que su proyección pública, su poder y su influencia le generaron una “subjetividad tóxica” que, por ser hombre, se “multiplicó” por culpa del “patriarcado”. Tuve que leerlo varias veces, incluso añadiendo las comas que faltaban a la redacción, para intentar comprender qué significaba. Luego lo tradujeron del ‘errejonés’ al español. 

Resulta que Íñigo, con el que habíamos empatizado porque imaginábamos en él a un superviviente del acoso escolar, era en su vida privada -¿dónde empieza la vida privada de un cargo público?- un supuesto acosador, algo que tendrán que investigar los juzgados, y, como poco, un ‘salido’ o un vicioso, según los relatos anónimos, sin la complicidad ni consentimiento de la otra parte. 

Y aquí viene el coste político, porque tanto Errejón como sus compañeros de Sumar -repentinamente escandalizados- ya han impartido sentencia moral y han reconocido que el exportavoz llevaba una vida de excesos nada consecuente con su discurso. Esa es la brecha de autoridad en la bautizada nueva política. Comprobar que algunos de los líderes de la izquierda -y no cualesquiera- quieren vivir con los vicios que ellos mismos atribuyen a la derecha. Una amante mantenida, un chalé con piscina a las afueras de Madrid, vacaciones pagadas en la costa gaditana, marisco, algo de droga si la noche lo requiere y la interpretación libre del kamasutra. 

La culpa, ya se sabe, es del patriarcado, que genera una subjetividad tóxica.

Y de la noche, que confunde mucho.

 

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