Salvo los periodistas de ‘El Mundo’ y el filtrador, nadie sabe -se supone- quién ha facilitado los mensajes privados intercambiados entre Pedro Sánchez y José Luis Ábalos. Luego están las evidencias. Si alguien conserva durante tantos años conversaciones aparentemente fútiles e intrascendentes, será por si algún día tuviera que usarlas o bien para atacar o en defensa propia. Si, además, las guarda en un ‘pen’ y lo custodia con tan pocas reservas que se extravía y queda justo a la vista de los agentes que intervienen en un registro, difícilmente podrá ahora reivindicar el derecho a una intimidad que ha dejado expuesta. De pronto se ha percatado de que se encontraba en pelotas en la orilla de una playa nudista.
Los mensajes entre Pedro y José Luis probablemente no disten mucho de las impertinencias que dos amigos cualesquiera se crucen en una conversación de Whatsapp. Otra cosa es si los ciudadanos de a pie -los electores- esperan de sus gobernantes que se comporten como personas ‘normales’. Si a un presidente del Gobierno se le reclama una excepcionalidad y un decoro, en lugar de llamar “pájara” o “petardos” a sus propios compañeros. ¿Qué pensarán entonces de los enemigos?
El argumento más recurrente en estos casos pasa por situarnos al resto ante nuestras propias miserias. ¿Quién soportaría una auditoría pública de su Whatsapp? Pero esta defensa no puede aplicarse ante esta situación. Porque justo de los políticos se espera -cada vez menos- que digan la verdad, que sostengan los mismos principios en público y en privado. Que tengan la misma altura moral. Sería como descubrir que el nuevo Papa tiene un grupo de Whatsapp donde hace chistes de los cardenales.
Por si acaso, he borrado todas mis conversaciones. Como el fiscal general del Estado.
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