El PSOE se ha declarado la guerra. En el cuartel de Ferraz, Pedro Sánchez se retiene a sí mismo como rehén mientras, desde la puerta, Verónica Pérez se autoproclama la máxima autoridad dentro de un partido que ha reinterpretado la biblia de sus estatutos. Viene a ser como Clemente en el Palmar de Troya y el Papa en el Vaticano. Un cisma tragicómico entre el guerracivilismo y los amores despechados, con Antonio Pradas lamentando que ni siquiera le dejan pasar para recoger el retrato de su hijo; como el novio que le reclama a la amante que le devuelva el rosario de su madre.
El problema del PSOE no es que haya dos bandos. Más bien que falta un tercero con serenidad y capacidad suficiente como para coger las riendas de una formación que ha presidido el país durante dos décadas pero que, en estos momentos, es un partido de desgobierno.
Alguien decidió apretar el botón rojo. Le llaman la ‘operación Wenceslao’, por ser el nombre señalado en el santoral el día que estalló todo. Paradojas de la vida, una onomástica cuyo significado es ‘aquel que es el hombre más glorioso’.
Cualquiera que sea el camino que tome el PSOE en las próximas horas solo le lleva al desastre inmediato. Lo ha dicho con otras palabras Susana Díaz en el comité director: «Todas las soluciones son malas».
Una eventual gestora tendría, primero, que administrar la abstención y convocar después un congreso donde se reabriría la fractura. La pervivencia de Pedro Sánchez sólo tiene sentido en un coro de bailes con Miquel Iceta. Y un cónclave extraordinario en octubre conduciría casi inevitablemente a unas terceras elecciones.
Y tal y como están las cosas, como los españoles voten el PSOE corre el riesgo de acabar en el grupo mixto.
Con Rita Barberá.