En la Granada de antaño, era muy común ver cómo los parroquianos buscaban una buena sombra (la que dan los plátanos de la plaza del Campillo era muy solicitada) y allí, ajenos al ruido, echaban una cabezadita. Era la síntesis perfecta del verano en la ciudad. Un rincón de la Alhambra garantizaba que el sueñecito no sería interrumpido por algún ‘asesino de siesta’, como en alguna ocasión definió este periódico a los motoristas. Eran los tiempos de la calma. La calma famosa de antaño que abarcaba todo el estío. El tiempo en que iba por los barrios el hombre que vendía ‘cebá y avellana pa los refrescos’. Los días en que Granada, con sus barrios, buscaba en la esquina de cada calle el lugar más fresco.