Las cosas funcionan más o menos así: Los vecinos de una barriada próxima a una rambla denuncian durante meses, tal vez años, que la falta de canalización de la rambla que tienen cerca un día les traerá una desgracia. Quizás la urbanización no debió construirse nunca en ese lugar, pero el caso que allí está. Se suceden los escritos y las quejas y al Ayuntamiento, a la Diputación, a la Junta y a la Confederación Hidrográfica de turno (alguno será responsable, digo yo) y a cada uno y a todos a la vez se las trae floja. Un día llega la desgracia
y la riada se lleva por delante los ahorros en forma de casas destrozadas y, lo que siempre es peor, alguna vida, y entonces se suceden los lamentos, las comparecencias de políticos y, ¡oh my god!, se visten de solemnidad para anunciar que en el plazo de seis meses (que además suelen muchos más) la rambla estará encauzada para que no se repitan más desgracias de este tipo.
La desesperación lleva a un hombre al suicidio. Asfixiado por las deudas de una hipoteca que no podía pagar, seguro que por la presión de muchas llamadas para echarle en cara que es un moroso y que o pagaba o se iba a la calle, decide abandonar y se ahorca en una vivienda de la La Chana que iban a quitarle una hora más tarde. Y llegan las lágrimas y la sensación amarga de muchos por haber permitido que algo así suceda. ¿Cuánto vale una hipoteca?: Parece que una vida y treinta años de trabajo. Precio de saldo. Y entonces sucede que la gente se echa a la calle y recrimina a los bancos su avaricia y exige a los políticos que hagan algo. Y jueces y políticos, que se sienten muy ‘apenados’ y ‘entristecidos’, anuncian que estudian hacer algo para cambiar la ley sobre desahucios que deja en la calle a familias con hijos pequeños. Tal vez en este caso un ahorcado no haya sido suficiente. Habrá que esperar los acontecimientos.
En un tramo de carretera un punto negro ha enterrado ya varias vidas y ha dejado lisiadas a otras muchas. El ritual ciudadano es el mismo con quejas, Cartas al Director en IDEAL y alguna protesta tímida. Lo penoso es que el ritual de la Administración también se repita hasta el día en el que una madrugada un coche ocupado por cuatro jóvenes acaba en el infierno de las vidas que se pierden en parte por la imprudencia, en parte porque el firme y la señalización de la carretera no era la adecuada. Conmoción social, llanto y dolor de familias rotas. Y aparecerán de nuevo estos tipos compungidos por un dolor de quita y pon que anunciarán el arreglo inmediato de este tramo para evitar que la desgracia se repita.
En una fiesta se reúnen miles de jóvenes hasta duplicar el aforo permitido, con un servicio de seguridad escaso y, seguramente, en un edificio que alguien diseñó con la probabilidad de que una multitud pudiese coincidir en un callejón-ratonera. Y pasa lo que pasa, que la estupidez de alguien, porque siempre hay un estúpido o varios en estas concentraciones, y la imprudencia avariciosa de otros tienden una alfombra hacia el terror y la muerte. Solución: aquí se han terminado las fiestas. La alcaldesa Botella corta por lo sano y prohíbe las macrofiestas en espacios municipales.
En un botellódromo, mismamente el de Granada, donde se juntan entre 5.000 y 10.000 jóvenes algunos fines de semana, las trifulcas se suceden. Peleas multitudinarias, botellas que vuelan y jóvenes que caen al suelo con una brecha. Alguna vez caerá alguno con un navajazo y entonces, ¿se imaginan el ritual que emplearán nuestros políticos? Claro, será el momento de anunciar que el botellódromo se destinará en el futuro para actividades deportivas al aire libre y ocio entendido como lo contrario de permitir que jóvenes, muchos menores de edad, se congreguen para beber hasta perder el sentido.
Podríamos seguir, pero más o menos ya sabemos cómo funcionan las cosas: por impulsos, a golpe de sangre y dolor cuando a menudo bastaría con exigir y procurar que se cumpla la ley para que donde caben cuatro no entren diez, o para que el primer aviso de un problema sirva para evitar el sufrimiento de lo irreversible o de sentido común, solo de aplicar un poco de sentido común. Quizás no se trate tanto de prohibir como de regular y vigilar, que viene a suponer que cada uno haga bien su trabajo. Ah, y de poner un poco de corazón para que la vida no pierda la sonrisa.
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