Por una hora he tenido el privilegio de los sentidos como un remolino en el que se funden aromas, luces y sensaciones. Por la Dehesa del Generalife, entre pinos y retamas, he visto como se despereza Granada entre la niebla densa que la arropa. Paseo con Dara por los veredas que huelen a hierba mojada y tierra fresca, entre chumberas y cuevas donde duermen a esta hora los románticos de medio mundo que se ocultan en las laderas de Sacromonte. Se escuchan ladridos de perros, tañidos de campanas desde la Abadía y, al fondo, el agua brava que se encamina hacia el Paseo de los Tristes. Apenas se dibujan los perfiles de la Alhambra y, a sus pies, en el valle, la Granada que desde aquí se antoja serena y apacible.
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