Con el Granada CF he pasado de la inquietud a la preocupación. Hasta este domingo nunca tuve dudas de que el equipo salvaría la mala racha y empezaría a encadenar resultados que lo sacarían del pozo. Hasta el domingo, sí, confiaba en los jugadores y confiaba en el entrenador, pero tras el partido frente al Celta sigo creyendo en el míster pero no en los jugadores y más que preocupado estoy acojonado porque en Vigo, además de tres preciosos puntos en una jornada propicia para nadar hacía la orilla, los rojiblancos se dejaron también las sensaciones, las buenas sensaciones que habían frenado los despistes en la zaga y habían desplegado buenas intenciones arriba. Los de Alcaraz en el Camp Nou o en Mestalla parecían un equipo, disciplinado, ordenado y solidario, pero ante el Celta parecían un puñado de pollos sueltos en un corral picoteando en el césped, tranquilos, sin motivación, despistados y erráticos de nuevo, sin alma ni corazón, sin sangre. Decía Lombán tras el partido que “lo habían dado todo” y eso todavía me asusta más porque si en Vigo lo han dado todo, cómo será si frente el Sevilla les da por ‘flojear’. Es verdad que el comportamiento de todos los jugadores no es el mismo y que algunos se toman en serio el trabajo por el que cobran y lo hacen hasta disfrutando, pero no se puede decir de todos. Era irritante ver como el equipo se paseaba por el campo del Celta como en un amistoso veraniego sin las ganas y el empeño de quien se juega la vida, que es lo que se juega el club, y la ilusión, que es lo que se juega la afición.