Este viernes quedamos sobrecogidos al contemplar la imagen del hijo de Adolfo Suárez González cuando explicaba el «desenlace inminente» de su padre. Es obligado rememorar y hacer justicia a esta figura de la política española como gran artífice y piloto de la Transición española, gracias al rumbo marcado por el Rey Juan Carlos. La muerte de Franco ponía fin a una dictadura que duró cuarenta años. Acababa un régimen agotado, sin salida y sin apoyos exteriores, pero había muchas formas de llegar a la democracia. Afortunadamente, Suárez consiguió iniciar desde dentro un delicado proceso basado en el pacto, diálogo, reforma –que no ruptura– y consenso. Logró que la concordia y convivencia prevalecieran por encima de enfrentamientos. La Transición española fue ampliamente elogiada por la comunidad internacional como modelo político, pero Suárez llegó a sufrir la incomprensión por parte de muchos, incluso dentro del mismo partido que él creó.
Con cierta asiduidad, y más ahora, se reclama la necesidad de recuperar ciertos valores de la Transición para el actual desempeño de la política. Convendría hacer un buen repaso, sería necesario y provechoso. Comparto que se echen en falta personas y comportamientos que brillaron en aquellos años, pero también hay que tener presente la singularidad y circunstancias de la época, no exenta de fuertes presiones –como el azote del terrorismo entonces–, cesiones e incluso errores. Hay mucho que aprender de aquella política, no del todo profesionalizada, como instrumento de avance, mejora y progreso y no con un único fin, el de alcanzar el poder.
Se construyó un Estado democrático en forma de monarquía parlamentaria, con una Constitución que se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, pero vemos que hay quien pretende no respetarlo. Y también escuchamos severas críticas sobre la estructura de las distintas administraciones, fundamentalmente por lo infladas que puedan estar dado el elevado gasto que suponen o por el número de empleados que tienen.
El domingo pasado este periódico publicó el primer ‘Informe IDEAL’, un trabajo que representa el mejor periodismo, en el que se pasaba examen a las administraciones autonómica, provincial y local. Las cifras de empleados públicos, aunque puedan parecer excesivas, nos sitúan en la media europea, pero ello no impide que se puedan racionalizar más, especialmente cuando el sector privado ha sufrido un severo azote en busca de competitividad. Y más importante es conseguir la mayor eficiencia de quienes –desde los políticos de máximo nivel al último empleado– son servidores públicos, trabajan para toda la ciudadanía y deben ser transparentes. Ahí algo falla. ¿No les parece?