Otra semana intensa, con acontecimientos singulares aunque algunos esperados. Se preveía que el juez Castro dictara un auto de conclusión del sumario del denominado ‘caso Nóos’, en el que ha puesto de manifiesto los indicios de delitos cometidos por Iñaki Urdangarin y otras quince personas, entre ellas Cristina de Borbón, hermana del Rey Felipe VI. Se veía venir. Ello pudo acelerar, entre otras razones, la abdicación de don Juan Carlos.
La actuación de Castro refuerza la confianza que debe tener la ciudadanía ante la independencia del poder judicial. Ante un caso de estas dimensiones, el instructor puede jugar un papel pasivo, blando o todo lo contrario. Creo que se ha inclinado por esta última vía y ha pretendido ser escrupuloso para demostrar que en España la justicia es igual para todos.
El problema es que en la calle y en los medios tenemos abierto un debate sobre la culpabilidad, la ética y estética del comportamiento de la duquesa de Palma y su marido. Ante una condena en ese sentido no hay otra cosa mejor que reconocer los errores, como hizo el Rey Juan Carlos, incluso tomar alguna determinación en la que se pida perdón aunque sea de una manera testimonial como es renunciar a la sucesión dinástica.
Otra cosa muy distinta es la comisión de un delito. El juez Castro considera que hay indicios mientras que el fiscal Horrach piensa que no. También, perfecto. Con la presunción de inocencia por delante, el debate jurídico se ha abierto y será una instancia superior la que decida. Lo que es lamentable es que ambos hayan caído en lo que parece una batalla personal, en la que la imagen de la Justicia saldría como perdedora y peor si se produce un enfrentamiento entre instituciones como el Poder Judicial y la Fiscalía. Sobran descalificaciones y retos. Al final, se trata de finiquitar un proceso con las máximas transparencias y garantías, para demostrar si hay culpabilidad, algo que parece complicado, por lo menos en delito fiscal, cuando la Hacienda Pública no contempla fraude.
Y hablando de renuncias, algo desacostumbrado, esta semana dos hemos contemplado, la de Willy Meyer y Magdalena Álvarez. El europarlamentario de IU no sabía que su fondo de pensiones era gestionado por una Sicav de Luxemburgo. Aunque legal, por coherencia e ideología, ha renunciado a su escaño. Y la exministra y exconsejera andaluza dice que abandona su puesto como vicepresidenta del Banco Europeo de Inversiones debido a presiones del Gobierno, pero ocupar ese cargo al estar imputada por el caso de los ERE no era sostenible, por el daño que causaba a ese organismo e incluso para la imagen de España. En fin, dos dimisiones justas.
Y al final, tres socialistas se disputarán la secretaría general del partido, en el peor momento de su historia. Y luego celebrarán un congreso en el que entrarán con un nuevo dirigente pero no sabemos cómo saldrán. El ganador deberá configurar una nueva ejecutiva. ¿Lo hará a su único gusto o repartirá y equilibrará? ¿Y para los demás órganos, como el comité federal, habrá consensos o más de una lista? Todo es fruto de la dimisión en diferido, aunque necesaria, de Alfredo Pérez Rubalcaba, un hombre de Estado pero que quizá no ha sabido encauzar lo que un partido necesita en estos tiempos nuevos, pero eso será para otra carta. ¿No les parece?