Sabrán que esta semana se han extendido como la espuma dos términos. El primero, Tabarnia, una ocurrencia frente al secesionismo catalán de independizarse una zona de Tarragona y Barcelona, donde precisamente las fuerzas constitucionalistas han sido mayoría en las recientes elecciones autonómicas. Ha venido estupendo que sus argumentos sirvan de espejo para los separatistas, quienes han tenido que salir en defensa de la indivisibilidad de Cataluña pero no entienden la indivisibilidad de España. ¿Y por qué el supuesto derecho a decidir es de unos y no de otros? Despropósito tras despropósito. El último que Puigdemont intente gobernar en modo remoto, vía plasma.
La constitución del Parlament, con hasta 18 de sus miembros electos encausados y algunos encarcelados o huidos, se tendrá que afrontar desde la vigente legalidad y el respeto a las decisiones judiciales. El abanico de posibilidades está abierto, aunque el escenario de vivir la normalidad no parece que sea el más cercano. Al revés, no habría que descartar una legislatura inviable si a ello se suman las diferencias entre los no ganadores, los del segundo y tercer puesto, los de Puigdemont y Junqueras. Lo cierto es que el llamado ‘proceso’ ha descarrilado y fracasado, pero en esto de los sentimientos y emociones la realidad tarda en imponerse.
Es el caso de los tres grandes partidos políticos. Sus máximos líderes no han hecho mucho esfuerzo en reconocer fracasos. Aunque algún mérito tiene, Rajoy cree que la economía, dentro de la tendencia global de la recuperación, ha sido su gran éxito. Los indicadores macroeconómicos así lo señalan, pero la brecha de desigualdad social, los salarios precarios y los desempleados estructurales pesan todavía mucho. Pedro Sánchez lleva en silencio desde las catalanas, aunque haya sido su única mejora de escaños en las citas electorales que ha participado como líder del PSOE. Pablo Iglesias digiere el mal resultado de su franquicia en Cataluña. Les une a ambos algo trascendental, transmitir y ocupar los valores de la izquierda en estos momentos. Lo malo es que ni siquiera tienen un referente europeo en el que fijarse. El único que se salva es Rivera, en plena cresta de la ola y con un Macron envidiable.
Aporofobia ha sido el segundo término que hemos escuchado estos días por haber sido elegida como palabra del año por la Fundación del Español Urgente (Fundéu), poco después de ser aceptada por la Real Academia Española e incluida en la edición digital de su diccionario. El miedo o rechazo a los pobres desgraciadamente no es nuevo, pero está muy bien que se defina con palabra propia, inventada por la filósofa valenciana Adela Cortina. Poner nombre debe ser el primer paso para condenar cualquier discriminación hacia los más desfavorecidos, los que no tienen nada.
Que tengamos un feliz año nuevo. Naturalmente, sin aporofobia, amigos lectores. ¿No les parece?