Recuerdo el día que compartir una hora con Miguel Rodríguez Acosta a finales de febrero de 2015 para hacerle las fotos para mi libro 96 publicado en 2022.
Esa mañana estaba especialmente motivado por el personaje a fotografiar y por el año y pico que llevaba esperándonoslo para poder fotografiarlo. Pasamos directamente a su estudio y nos quedamos solos los tres Miguel, Lola Maleno (mi compañera de viaje y fotografia) y un servidor, mientras preparaba la cámara me comentó Miguel que tenía por allí la paleta de su tío por si quería fotografiarlo con ella, le pedí por favor que la cogiera y me mirara, demento la mano le temblaba levemente, y al darse cuenta me dijo:
—Tal vez esta foto que estás haciendo no la puedas utilizar por salir movida—.
Le contesté que no había problema, si no sirve se borra, y en ese momento se relajó y dejó de temblarle la mano. En ese momento empezamos a trabajar de verdad.
Otro recuerdo fue al regalarle su retrato (para mí significa mucho que él tuviera una obra mía). Me dijo que le gustaba mucho y que lo pondría en un lugar de referencia (y yo pensé que eso se lo diría a todos). Meses más tarde me enteré que, efectivamente, había colocado su retrato en el despacho de su secretaria Lucía y que, todos los días, lo primero al llegar a la Fundación era mirar el retrato y después preguntarle a Lucía:
—¿Qué tenemos hoy?
Estas bonitas palabras las escribió mi amigo Jose Enrique Cabrero para el libro 96:
“El pañuelo, a juego con la corbata, asoma lo justo por el bolsillo de la chaqueta. Los zapatos negros bailan por el suelo del taller como Fred Astaire. Y al sentarse en el sillón de trabajo, junto al lienzo, dobla las piernas con una elegancia felina. “¿Aquí bien?”, pregunta en voz baja.
Luego charla sobre cómo el fotógrafo y el pintor comparten la categoría de artista, “la misma categoría”, y agradece el tiempo y la dedicación de su colega.”
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