Andaba yo por la redacción cuando, como no, suena el teléfono del jefe de local, con cara de incredulidad colgó y se vino directo al laboratorio a buscar un fotógrafo, y sorpresa, solo estaba yo, me comenta que ha llamado el casero de un piso de estudiantes que al terminar el curso dejaron en la vivienda una sorpresa —¿una sorpresa?— pregunte.
Con cierta sarna me comenta que el casero se encontró encima de la cama de una de las habitaciones un ataúd cerrado y que había llamado a la policía porque no se atrevía a abrirlo, que si queríamos ir hacer fotos que nos diéramos prisa. Me dio la dirección en un trozo de papel y me fui raudo y veloz al domicilio en cuestión.
Cuando llegué ya había pasado la policía y el casero estaba más tranquilo porque no había nadie dentro del féretro. Cuando entré en esa habitación entre el gotelé, la mísera luz que emitía la cutre lámpara que colgaba del techo y el ataúd sobre la cama con un estampado que no lo encuentras ni en el mercadillo, me entró un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo.
Al día siguiente estaba en casa viendo la foto del ataúd en la portada cuando me llama el redactor jefe para decirme que han encontrado el féretro en la tapia de los Mondragones y efectivamente como podéis ver en la foto, allí apoyado sobre el muro se encontraba el fin del camino del ataúd.


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