Dicen que la inconsciencia juvenil se cura con el tiempo. Bueno, algunos llevamos la cura en backorder, porque en 1990 todavía estaba en fase de pruebas. Ocurrió en Montefrío, ese pueblecito pintoresco que parece sacado de una postal… o de un manual de supervivencia.
Era otoño, y alguien con mucho sentido del humor (o muy poco sentido común) decidió organizar una concentración de cazadores senior. Y cuando digo senior, no me refiero a los que pagan el menú del día más barato; hablo de auténticos veteranos con más batallas que un barbero de la guerra civil. La cosa iba a ser sencilla: recepción, caza, comilona y música. Básicamente, una fiesta de jubilados con pólvora y balas. ¿Qué podía salir mal?
La primera señal de alarma fue la recepción. Docenas de cazadores octogenarios, con sus escopetas bien engrasadas y la mirada de quien no necesita gafas para apuntar. Mientras todos charlaban, yo aprovechaba para sacar fotos, intentando ignorar la sensación de estar en un remake de “Los juegos del hambre”, versión Montefrío. Hasta que sonó por megafonía: “Vayan agrupándose en la puerta para salir de cacería”. ¡Dios mío, esto era real!
Decidí ponerme delante del grupo. ¿Por qué? Pues porque claramente no había leído suficiente Darwin. A los pocos pasos, vi mi error: un ejército de abuelos armados, todos en fila, caminando hacia mí como en una película de zombies… pero con armas. Salí disparado al coche, me enfundé un chaleco reflectante como si fuera un campo de construcción, y corrí de vuelta al frente. Todo para darme cuenta de que el grupo empezaba a dispersarse.
De repente, entendí que ya no estaba en un paseo: estaba en un campo minado. Cada arbusto, cada sombra, era una trampa. Cualquier abuelito podía confundirme con un ciervo despistado. Si alguien hubiera gritado “¡Ahí va un jabalí!”, no habría sobrevivido.
En ese momento pensé que con la foto de los cazadores era una magnifica foto para publicar.
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