Decía José Antonio Griñán el sábado en su cuenta de twitter que las encuestas dependen de quienes contestan o de quienes las hacen. Obvio. Le faltó apuntar que también influye si las preguntas son cortas o largas, porque -por lo general- al personal no le gusta leer demasiado.
Probablemente, Griñán ya intuyera el resultado de los últimos sondeos, esos que apuntan el fin del bipartidismo y el declive de los partidos.
No es que los ciudadanos hayan dado la espalda a la política, sino a una forma de ejercerla en beneficio propio. Casos como el de Pedro Pacheco, al que la Justicia le ha cortado ahora el cachondeo.
La impotencia de eso que llaman sociedad civil es que ni siquiera cuando se echó a la calle todos los 15 de mayo consiguió cambiar una estructura de poder endogámica, esa que siempre se renueva lo suficiente para que todo siga igual, incluso pareciendo lo mismo.
Porque cuando ahora el PSOE habla de esa transformación radical que supondría abrir el partido a la base, lo hace tan solo para ganar tiempo.
Lo dejó claro Susana Díaz en el último comité director, cuando a puerta cerrada vino a decir que no iba a permitir que le cambiaran el partido en un desayuno.
Se trataba de una clara alusión al secretario de Organización, Óscar López, que mientras daba un sorbo al café vino a proponer un cambio de estatutos para que los militantes eligiesen al secretario general.
Lo mismo sucede en las estructuras provinciales -pongamos por caso la de Granada-; que en público defienden las primarias a pecho descubierto y después envían correos electrónicos con las reglas del partido para que nadie decida echarse al monte antes de tiempo.
Entregar el liderazgo de una organización a cualquiera capaz de seducir a las piedras entraña su riesgo. Porque podría llegar a secretario general un tuitero o, incluso algo mucho peor, un periodista.
Pero una cosa es evitar que le den la vuelta al partido en un desayuno y otra bien distinta convertirlo en una merienda con partida de cartas.
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