José María Aponte ha presentado esta mañana un escrito en el registro del Ayuntamiento de Santa Fe donde manifiesta su «voluntad de renunciar» tanto al cargo de alcalde como de concejal. Dicho así, como si se tratara de algo fortuito.
En contra de lo que le auguraban algunos -y la frase es más o menos textual- se ha podido comer los mantecados; aunque no haya aguantado para el roscón de reyes.
Aponte no se va; más bien no ha tenido otro remedio que marcharse; que es distinto. Empujado no tanto por los correos electrónicos desvelados como por los que pudieran aparecer; una incertidumbre que convertía la travesía de aquí a mayo en el juego del abejorro, como me describía gráficamente un socialista granadino.
En efecto, no hay situación más comprometida que la de sentirte esclavo de tus palabras sin recordar ni tan siquiera lo que has podido decir.
Sergio Bueno lo comprendió el domingo por la mañana y ofreció su dimisión desde el primer momento. Incluso, tuvo que afrontar el mal trago -todavía como secretario local de Santa Fe- de recomendar a su amigo que hiciera lo mismo. Pero José María Aponte quiso aguantar y hasta se manejaron alternativas como la de mantenerse de alcalde pero cambiar de candidato; algo que él desechaba.
Estoy dispuesto a creerme la versión de la cúpula del PSOE granadino, que asegura que desde el primer momento planteó a ambos que no había camino que no condujese a la retirada.
Pero no puedo obviar que la primera en hablar de esta crisis fue la propia secretaria general del PSOE andaluz, Susana Díaz, quien vino a trasladar el mensaje de que, con independencia de que sea legal o no, la conducta que evidencian los correos es inadmisible.
Y solo digo que diez minutos después de difundirse esas declaraciones recibí un mensaje que me anticipaba la dimisión de Aponte.
Una causalidad. Que diga, casualidad.
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