Contaba un veterano periodista que fue a entrevistar a un candidato a alcalde y el político simuló que leía para posar en la foto sin percatarse de que el libro estaba al revés. Fue el mismo del que después me contaron que, en otra ocasión, se llevó una decepción porque pensó que las cajas que habían llevado a su ayuntamiento eran mantecados y resultaron ser, nuevamente, libros.
Cuando los políticos se salen de su zona de confort -ya sea el despacho o el coche oficial- corren el riesgo de equivocarse. Pensar que consiguen una imagen de impacto cuando en realidad incurren en el más estrepitoso de los ridículos. Nada que no sucedería a un periodista si se dedica a otras labores; con la única diferencia de que los periodistas estamos acostumbrados a meternos donde nadie nos llama y disimulamos mejor.
Los políticos patrios se han echado al monte en los últimos días a propósito de la polémica de las macrogranjas; aunque lo más cerca que habían estado hasta este momento de algo parecido fuera de un pollo de granja en el Makro. Y hemos visto a cargos públicos acariciar lechoncitos, ovejitas, terneritos y está tardando Santiago Abascal en retratarse -otra vez- con la cabra de la Legión.
Si los políticos están decididos a mimetizarse con todo gremio ofendido por un ministro, corren el riesgo de acabar de sexadores de pollo.
Y en estas cavilaciones estaba cuando me escribe mi amigo Antonio. Qué sabran estos políticos oportunistas -y hasta el ministro de Consumo- de «una piara de vacas, una yunta, una besana, un regajo en la verea, una traba para trabar una burra, las pares colgando, una cabra brotá, un rucho huérfano, una oveja vacía, un potro soleao, una otoñá temprana, un haz de varetas, ramón para hacer cisco, un rastrojo amojonado y un zagal por la comida».
Lo que sabe la gente de campo. Más respeto.