Bárcenas no tiene voz de delincuente. Ese tonillo con el que se ha presentado en el juicio está más cerca de un cura confesor -que yo recuerde- que de un ladrón de guante blanco y dinero negro. Si acaso, conserva algo de bandolero en las patillas y un peinado que le concierne cierto aire de caballo percherón. Por lo demás, este Bárcenas es un acusado blandito, con las gafas de viejo contable colocadas en la punta de la nariz como si te fuera a ajustar la cuenta en un papel de estraza en el mostrador de un ultramarinos.
Ha recurrido Bárcenas en su declaración a ese axioma patrio por el que a los que hay que temer no es a quienes están en prisión sino a los que se quedaron fuera. Y se ha declarado culpable por anticipado en un acto de valentía, según ha dicho. Por lo que sus excompañeros no solo son, como mínimo, tan corruptos como él sino que, además, son más cobardes.
Ignoro si esta peculiar estrategia de defensa servirá a Bárcenas para convencer a un tribunal donde el fiscal tampoco tiene voz de fiscal. O si le bastará al exgerente para ganarse la comprensión de la opinión pública; al fin y al cabo, este es el país que indultó socialmente al Dioni. El problema de Bárcenas es que no conserva pruebas; porque el mismo que se llevó el dinero a Suiza en lugar de meterlo bajo un colchón, fue -según cuenta- tan ingenuo y chapucero que guardó todos los papeles y grabaciones en el hueco del arcón de un sillón. Todo el mundo sabe -no solo Villarejo- que cuando un ladrón contratado para destruir pruebas entra en la casa del sospechoso el primer lugar donde mira es bajo el sillón orejero.
Sin más evidencia que su palabra, Bárcenas ha señalado a los dirigentes que recibían los sobres como complemento a su arduo trabajo. Federico Trillo, Álvarez Cascos, Javier Arenas…
En ese cementerio de elefantes que llaman Senado, aunque en realidad esté habitado por dinosaurios que -políticamente- no mueren nunca.