El recuerdo que hoy describe esta sección se remonta a los años cuarenta, pero el aire que se respira en este rincón de la ciudad, no ha cambiado tanto. Entonces, la plaza se llenaba en sus cuatro costados de puestos de roscos de vino y aguardiente, de mantecados, de peladillas, de polvorones… y de juguetes baratos. El lugar perdía ese engolamiento de plaza oficial y ganaba en colorido, en alegría. Los niños se convertían en los dueños del sitio. Eso no ha cambiado aún. Tampoco la sencillez que caracterizaba a los puestos, como los cercanos de la Trinidad, con los pavos, pollos y chotos agrupados en corralillos. Pero los pequeños seguían buscando la zambomba más escandalosa, o la figurilla que les faltaba en su Nacimiento. Ya solo les quedaba esperar impacientes, como alguna vez relató Juan Bustos, a que sus padres les llevaran a la estación de Andaluces para coger de la escoria sobrante de los trenes, los trozos de carbón de piedra que, convenientemente «nevados» después con bicarbonato, simularían las montañas del Belén, o que en el paseo junto al río, convertido en aventura, trajeran a casa el musgo que convertiría en un campo verde el aparador.