Contaba Juan Bustos que cuando Granada era más pequeña y los granadinos más pobres, se esperaban con ilusión las fiestas de los barrios. Eran pretextos para pasar unos días en convivencia con los vecinos (todos se conocían) y, en torno a una procesión o una romería, montar unos puestos de golosinas, algún columpio y mesas para tomar algo en la taberna más cercana. Las mujeres se peinaban con moño alto y vestían mantón de flecos y los hombres lucían sombrero, bastón y cadena de reloj prendida del chaleco. En algunas ocasiones la Banda Municipal ponía la música y no faltaba la diana militar.
El Sagrario era el primer barrio en celebrar las suyas, pero no eran muy populares. Las de San Lázaro, San Jerónimo o San Rafael eran las más típicas y animadas. En septiembre, para celebrar el día de la Virgen de las Angustias, la verbena llegaba al Campillo.
El proyecto
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La romería de San Miguel
Las fiestas de San Miguel eran de una sencillez encantadora.
Recién estrenado el otoño, cuando septiembre pinta las manzanas de color verde, los granadinos suben al Cerro del Aceituno. Antaño eran tres los caminos para acompañar al Arcángel: por la Carrera del Darro y Cuesta del Chapiz; por el camino de San Diego, el utilizado para carruajes, y por la cuesta de San Gregorio, aunque este último era el preferido por los romeros, por transcurrir a la sombra de los cármenes y porque estaba salpicado de altares de ánimas, bandejas con frutas y flores y puestos con jarras de agua pura de Alfacar.
Poco a poco, el cerro se llenaba de gente…
…Se colocaban los puestos de baratijas y los de frutas del Albaicín. Se instalaban los juegos giratorios de sortija, los de tiro de ballesta, los corrillos de copleros y, a veces, aparecía por allí una banda de italianos que con arpas y violines amenizaban uno de los días más alegres de la ciudad.
La ermita era un ir y venir de peregrinos. Fuera, las chicas se sentaban con sus mamás para lucir los adornos a la última moda mientras jóvenes a caballo invitaban a pasear a las muchachas y todos se agolpaban en torno a los puestos de sabrosos bollos de aceite, con las nueces del Castillo, acerolas, camuesas, priscos y granadas… al menos, así la recordaba Eduardo Gómez Moreno, en la revista literaria ‘El Liceo de Granada’, esta bonita tradición a principios del siglo XX.
Aunque, desde siempre, estas fiestas han reafirmado la identidad del Albaicín y han abierto el barrio al resto de la ciudad.
Escribía Federico García Lorca:
San Miguel lleno de encajes
en la alcoba de su torre,
enseña sus bellos muslos
ceñidos por los faroles.
Arcángel domesticado
en el gesto de las doce
finge una cólera dulce
de plumas y ruiseñores.
San Miguel canta en los vidrios
efebo de tres mil noches
fragante de agua colonia
y lejano en las flores…
San Miguel se estaba quieto
en la alcoba de su torre,
con las enaguas mojadas
de espejitos y entredoses.
San Miguel, rey de los globos
y de los números nones
en el primor berberisco
de gritos y miradores