Me cuesta trabajo entender esa extraña fusión que se da en Semana Santa entre el folclore y el sentimiento religioso. Me cuesta trabajo pero lo respeto porque conozco a muchos que viven las estaciones de penitencia con la firmeza de su credo religioso, pero los hay también para los que Semana Santa, procesiones y bandas de tambores y cornetas son solo puro espectáculo y minivacaciones. Y también merecen mis respetos. Me cuesta entender que cofradías y hermandades exhiban lujosos terciopelos y carísimas orfebrerías y tronos cuando se estiran tanto las colas en las puertas de los comedores sociales. Sé que todo esto atrae turismo y deja dinero y con ello supongo que empleo y recursos. Y sé, y me consta, que las cofradías realizan una labor social impresionante para ayudar a familias sin recursos y organizaciones de todo tipo, aunque eso sí, se dedica solo parte, una parte pequeña de lo que cuesta poner un paso en la calle y hacer estación de penitencia. Tampoco me opongo rotundamente a ello, quizás por el peso de la tradición, quizás por su atractivo turístico o solo porque hay muchos que lo quieren y lo sienten. Todo cuenta, pero personalmente en Semana Santa me quedo con el silencio de los templos con olor a incienso y el aroma a claveles frescos. Me llega más hablar con Dios desde la intimidad de un esquina de la iglesia que el mecido de pasos en tribuna y el sonido agudo de las trompetas entre aplausos que agradecen el esfuerzo de los nazarenos. Cuestión de gustos, supongo.
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