Antaño solía decirse que era desaconsejable dormir junto a aquellos aparatosos relojes despertadores porque el corazón terminaba latiendo al mismo ritmo que el monótono tic-tac de su ruidosa maquinaria.
También acostumbramos a recordar, en conversaciones banales, el refrán “dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma condición” para indicar que dos personas, tras convivir muchos años, opinan de la misma manera (incluso terminan pareciéndose físicamente).
Y en otro orden de cosas, hablamos de las parejas cuyos corazones laten al unísono cuando se sienten profundamente enamorados.
Sirvan estos tres ejemplos cotidianos para ilustrar los recientes avances científicos en el campo de la Neurocardiología, que han venido a refrendar lo que ya sugerían los físicos del antiguo Egipto cuando identificaban al corazón con pequeño cerebro.
En la Universidad de Oxford se ha descrito una red compuesta por más de 40.000 neuronas iguales a las que disponemos en el cerebro, además de otras responsables específicamente de las funciones cardiológicas básicas.
Este órgano es mucho más que un músculo que bombea 400 litros de sangre por hora a todo el organismo, ya que se comporta también como una glándula secretora de hormonas (ANF, Péptido natriurético cerebral, oxitocina) y como un centro de control que interviene en las relaciones emocionales y cognitivas entre él mismo, el cerebro y el cuerpo (H. Martin).
Estas propiedades neurofisiológicas le confieren un carácter muy especial, tanto que explican en parte la ancestral creencia de que las emociones residen en el corazón mientras que la razón está dominada por el cerebro. Sabemos de los centros y núcleos cerebrales encargados de mediar en las reacciones primarias e instintivas (amígdala), los deseos (núcleo accumbens), el placer (corteza cingulada), la aversión al riesgo (corteza orbitofrontal), el procesamiento lingüístico (áreas de Broca y Wernicke)) o en las relaciones interpersonales (área prefrontal), pero ahora nos encontramos con la certeza de que el corazón lidera y controla determinados procesos cognitivos y emocionales iniciando instrucciones concretas mediante la conexión directa con las estructuras cerebrales.
Por otro lado, se ha comprobado que el corazón genera un campo electromagnético capaz de influir en las células de su entorno y de alcanzar hasta un radio de entre dos y cinco metros. Esa capacidad, 5.000 veces mayor que la generada por el cerebro, puede provocar la interacción con otros corazones que se encuentren en su zona de influencia.
Ello explica la sincronización de los corazones de una madre y su hijo durante el período que más tiempo pasan juntos. Y también justifica que determinadas personas con una fuerte tendencia a la depresión o a la excitación contagien su ánimo a las que conviven diariamente con ellas.
La neurocardiología está profundizando en los mecanismos que regulan la interactividad entre el corazón y el cerebro con objeto de favorecer las señales coherentes y evitar las señales caóticas. Las primeras provocan una mejoría en la capacidad de percepción de lo que sucede en nuestro entorno, una mayor sensibilidad hacia las personas y un mejor conocimiento de lo que pensamos y sentimos. Las segundas, por el contrario, nos hacen más insensibles y menos dotados para profundizar en nuestros pensamientos y empatizar con los que nos rodean.
Si somos capaces de conseguir esa coherencia interior, deberíamos favorecer la coherencia con los demás, en nuestros núcleos familiares, en los equipos de trabajo o cualquier relación interpersonal. Ello implicaría la armonización de voluntades y la consecución de objetivos comunes para beneficio del grupo mediante sistemas de colaboración recíprocos, abandonando posiciones egoístas o comportamientos oportunistas (M.A. Nowak).
Los llamados mecanismos de reciprocidad directa e indirecta que favorecen la cooperación entre individuos, aparecen diferenciados de los lazos afectivos entre familiares y amigos y suelen estar vinculados a otros aspectos relacionados con la reputación personal (R. Henderson) y, también, con el desarrollo evolutivo del lenguaje.
Así, emulando las palabras de F. Bacon, “los hombres creen que la razón demanda las palabras, pero también sucede que las palabras toman su fuerza contra la razón”, podríamos decir que los hombres creen que la razón prevalece sobre las emociones, pero sucede que las emociones toman su fuerza para potenciar las decisiones de la razón.
Procuremos la coherencia individual para sentirnos mejor con nosotros mismos, y favorezcamos la colectiva para lograr grados de cooperación que permitan avanzar al unísono, ayudando a que la creatividad y la voluntad fluyan para alcanzar objetivos de progreso comunes.
O podemos sumirnos en el caos individual y en el colectivo para permanecer sumisos ante cualquier crisis que nos brote bajos los pies. La decisión es nuestra.
José Manuel Navarro Llena