“El hombre razonable se adapta al mundo;
el no razonable persiste en intentar adaptar el mundo a sí mismo.
Por eso todo progreso depende del hombre no razonable”
G.B. Shaw
Repasando la información de diferentes medios nacionales e internacionales dedicada a los actos que se han celebrado tras la muerte de Mandela, no puedo por menos que cuestionarme de qué han servido sus ideales, su lucha por la dignidad, su labor como presidente para restañar las heridas del apartheid, sus íntimas esperanzas, …
Con independencia de los valores que el pueblo, su pueblo, ha sabido interiorizar y celebrar, si he de quedarme con una idea para resumir lo leído y visto es la “capacidad del ser humano para mostrar, con displicencia y descaro, sus altas dosis de hipocresía”. ¿Cómo hemos podido aceptar y aplaudir las alabanzas hacia Madiba por parte de personajes públicos y dirigentes políticos que permiten (y en algún caso provocan) las desigualdades sociales y económicas en sus propios entornos y países, la discriminación por razones de ideología o creencias, el comercio injusto y el tráfico de armas, la corrupción instalada en las instituciones públicas e instancias administrativas, y el largo etcétera de barbaridades que el feroz neoliberalismo y el camuflado socialismo capitalista ciernen sobre sus ciudadanos?
Nelson Mandela no se merecía tal despropósito, ni honra a su memoria el aprovechamiento de su despedida para hacer de sus palabras banderas con las que disfrazar u ocultar las miserias de cada país.
He buscado reflexiones de personas que me merecen respeto profesional o ideológico para respaldar lo que pretendo argumentar en este artículo y, entre algunas válidas, he seleccionado la de S. Godin cuando escuetamente apunta:
“Para aquellos que buscan cambiar el mundo, ya sea a nivel global o local, me quedo con una lección de la vida de Mandela:
Usted puede.
Usted puede marcar la diferencia.
Usted puede hacer frente a fuerzas insuperables.
Usted puede aguantar mucho más de lo que cree que puede.
Su palanca es mucho más larga de lo que imagina que es, si decide usarla.
Si usted no requiere que el viaje sea fácil ni cómodo ni seguro, usted puede cambiar el mundo”.
Aquí está la reflexión clave: ¿es a nivel individual donde ha de recaer la responsabilidad de ese cambio?, o ¿es el colectivo, el conjunto de individuos de una sociedad, quien debe inspirarlo?.
Los que nos dedicamos al marketing entendemos una doble estrategia para impulsar una marca: conquistar el mercado persona a persona, generando relaciones basadas en el conocimiento personal y en profundidad de cada cliente, o inducir un cambio cultural del grupo (de la tribu) que permita su adscripción al conjunto de valores representados por aquella marca.
Podríamos pensar que sendos ámbitos, el que requiere la promoción de un cambio social y el que implica el acercamiento a una propuesta comercial, están sometidos a reglas o motivaciones diferentes. Ello es así en el aspecto formal, pero no en lo que atañe a la respuesta consubstancial del individuo respecto del colectivo, en el que se siente seguro y justificado cognitivamente.
En ambos casos, sucede la suscripción de un acuerdo no pactado explícitamente, en el que se suman las voluntades de todos los individuos para alcanzar un objetivo común (beneficia al colectivo), o uno individual pero que colectivamente es aceptado como denominador común de una tendencia o exponente cultural.
Igual sucede con el contrato moral, en contraposición al social y a los legales (civiles, mercantiles y laborales). Mientras que en los segundos rige el principio de desconfianza y el temor a las posibles consecuencias de la preservación de los intereses particulares de cada parte, en el contrato moral prevalece el logro de los objetivos pactados y el debate racional que limita los intereses comunes.
En el contrato moral predomina la idea de la reciprocidad en los beneficios, expectativas y obligaciones, atendiendo a un equilibrio ético para conciliar los intereses de todos, en tanto que en el resto de contratos se definen los derechos y deberes y las compensaciones (asimétricas) por incumplimiento de alguna de las partes.
Al contrato moral se accede por el consenso de las voluntades de todos los implicados, por ello es un potente instrumento de gestión colaborativa. En los otros, rige el principio de aplicación vertical de poder del contratante sobre el contratado, y el distanciamiento y falta de implicación de éste en las estructuras empresariales o sociales más allá de las obligaciones que ha firmado. El cumplimiento o incumplimiento de los pactos establecidos en estos últimos está regulado por una complicada legislación basada en códigos civiles o mercantiles.
En cambio, el contrato moral ha de responder a unos sencillos principios éticos: responsabilidad, credibilidad, transparencia, dignidad, compromiso, integridad, diálogo y, por supuesto, justicia.
Quizá no tan sencillos de cumplir. De ahí que muy pocas personas (y empresas) sean capaces de establecer acuerdos morales con ellos mismos y sus iguales para alcanzar metas que beneficien a todos. Ello implicaría cambiar el mundo. Pero hay muy pocos dispuestos a hacerlo.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena