De sexos y lenguas

Preocúpense por el título, es lo que parece. No solo es un recurso para atraer su atención, ya que vamos a hablar de sexo y lengua. Si lo hubiera titulado “De géneros y lenguajes”, por ejemplo, igual no les hubiera resultado muy atractivo dada la cantidad de artículos y opiniones que se han vertido en medios y redes sociales a partir de las declaraciones de la “portavoza” de Podemos.

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No es la primera vez que se produce una avalancha de declaraciones (desde las reivindicaciones hasta las denostaciones) a raíz de que una persona pública, normalmente política, decida usar términos fraguados con la excusa de la igualdad, la inclusión, la visibilidad…, a partir de promulgación de la Ley Orgánica 3/2007 para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, y las posteriores normas para el uso del lenguaje inclusivo redactadas, empezando por el Consejo General del Poder Judicial y terminando por los reglamentos aprobados en diferentes instituciones y administraciones. Desde aquella famosa “miembras” expresada por la que fuera Ministra de Igualdad, Bibiana Aido, hasta las “portavozas” de la diputada Irene Montero, la discusión sobre la idoneidad o artificialidad del uso de estos términos se repite recurrentemente y siempre desemboca en el mismo intercambio de imprecaciones y defensas pasionales.

Sinceramente, me pregunto ante estas situaciones ¿qué es lo que realmente se oculta tras el interés de desviar la atención de la sociedad en general hacia un debate que ya empieza a estar manido?; ¿por qué cada cierto tiempo alguien usa “un palabro” para llamar la atención con excesiva vehemencia? Seguramente, los defensores de la utilización de este lenguaje llamado inclusivo argumentarán que es necesario hacer visibles determinados cargos o profesiones ocupados por las mujeres, aunque parezcan estar más preocupados por hacer del contenido de aquella ley una expresión reivindicativa de la igualdad efectiva entre géneros, que de profundizar en lo que realmente es urgente y necesario: reeducar a la sociedad para que el lenguaje sea la consecuencia de cambios en los comportamientos personales y en las conductas sociales tendentes a lograr la igualdad de las personas a través del respeto, y no el igualitarismo mediante la imposición de formas y normas desde ámbitos políticos.

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Para no divagar sobre la corrección o incorrección gramatical del uso de determinadas palabras que las normas de la lengua española tiene perfectamente regulado y cuya defensa ha de ser llevada a cabo por los correspondientes expertos, me gustaría centrarme en tres conceptos: pensamiento, conducta y lenguaje. Aunque los tres se desarrollan teniendo una influencia recíproca muy alta, desde el punto de vista evolutivo existe un orden natural entre pensar, hacer y decir. A lo que pensamos le damos forma creativa a través del lenguaje y con ello nos comunicamos con otras personas, reclamamos su atención, incitamos respuestas que pueden ser también verbales, emocionales o de acción, o las tres a la vez. Pero estas mismas respuestas pueden ser consecuencia de un pensamiento transformado en un acto voluntario. Es decir, la interrelación es tan elevada y compleja que intentar modificar conductas no depende en exclusiva del uso de determinadas palabras. Antes habría que intentar trabajar el pensamiento. Y éste no está sujeto a unas normas recogidas en el BOE correspondiente sino al proceso de aprendizaje al que estamos sujetos desde que nacemos, en el seno de la sociedad y la cultura en la que crecemos y a la carga epigenética que condiciona determinadas conductas innatas. Sobre esta última no podemos influir (por ahora), pero sobre el primero sí que deberíamos tener la ambición de cambiar lo que sabemos genera desigualdad, desconsideración, falta de respeto o violencia entre personas del diferente sexo y, en general, entre cualquier ser humano.

El lenguaje sirve de correa de transmisión de los valores y patrones de conducta de una generación a otra dentro de cada sociedad, pero como forma de expresión verbal. Antes está la más importante, la asimilación o impregnación por imitación, por repetición de modelos establecidos vinculados a la evolución de la propia sociedad.

La feminización abrupta y urgente del lenguaje para hacerlo inclusivo, inventando palabras que desde el punto de vista lingüístico no aportan nada o van contra su propia naturaleza (como es el caso de la palabra compuesta “portavoz”, que significa “quien porta la voz”, da igual su género), no ayudan a hacer más visibles a las mujeres que ostentan ese cargo, sino que dan más excusas al machismo que intentan combatir para reafirmarse en las desigualdades. Desde el punto de vista morfológico, muchos sustantivos referidos a profesiones pueden recuperar una condición que siempre tuvieron pero que no encontraron acomodo en las conversaciones por falta de uso en nuestra sociedad (como médica o matrón). Pero otras, como la mixtas o genéricas que definen a ambos géneros, como señoría o periodista -por imaginar su posible masculinización- no necesitan que se fuerce la creación de dos vocablos para identificar a cada género.

Luchar contra el androcentrismo tradicional no significa oponerle un “ginocentrismo” politizado, sino apostar por un cambio epistemológico más profundo que implique la evolución hacia una nueva sociedad, no la creación de “neologismos impuestos con calzador”.

José Manuel Navarro Llena.

@jmnllena

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