Ponerse las botas de Vimes

«La razón porque los ricos eran ricos, razonaba Vimes, era que se las arreglaban para gastar menos dinero. Tomemos el caso de las botas, por ejemplo. Él ganaba treinta y ocho dólares al mes más complementos. Un par de botas de cuero realmente buenas costaba cincuenta dólares. Pero un par de botas, las que aguantaban más o menos bien durante una o dos estaciones y luego empezaban a llenarse de agua en cuanto cedía el cartón, costaban alrededor de diez dólares. Aquella era la clase de botas que Vimes compraba siempre (…) Un hombre que podía permitirse gastar cincuenta dólares disponía de un par de botas que seguirían manteniéndole los pies secos dentro de diez años, mientras que un pobre que solo podía permitirse comprar botas baratas se habría gastado cien dólares en botas durante el mismo tiempo y seguiría teniendo los pies mojados” (“Hombres de Armas”, de Terry Pratchett).

Con estas palabras, el autor británico describe la realidad de Samuel Vimes que más tarde se convirtió en la base de la “Teoría de las botas”. Proposición económica que expone que las personas pobres han de incrementar el gasto de manera recurrente ya que solo pueden acceder a bienes de escasa calidad que deben reponer con frecuencia, mientras que las clases adineradas pueden pagar más por bienes de alta calidad cuya durabilidad es muy superior. Samuel Vimes venía a decir que lo “barato sale caro” para los pobres y que lo “caro sale barato para los ricos”, resumen coloquial de la injusticia socioeconómica que sufre una población cada día más numerosa a pesar (¿o como consecuencia?) de los planes de redistribución de la riqueza y de los compromisos contraídos por la Asamblea General de la ONU en la agenda 2030.

La “Teoría de las botas” salta de la ficción a la teoría económica para ilustrar cómo la analítica de la pobreza revela el principio de que los costes de ser pobre son sumamente elevados debido a muchos factores; entre ellos hay que considerar la dificultad para tomar decisiones financieras acertadas a corto plazo debido a sus limitados recursos, lo que redunda en mayores gastos a largo plazo. Y, por otro lado, el difícil acceso a productos y servicios de calidad (además de a una buena educación y a una adecuada sanidad) puede implicar déficit en el desarrollo cognitivo de esa población.

Mikel Agirregabiria: La teoría de las botas (y móviles) sobre cómo lo barato sale caro

Ambos factores determinan que del ciclo de la pobreza sea muy difícil escapar, perpetuándose la desigualdad económica de quienes la padecen de una generación a la siguiente. Así, la exclusión financiera no solo se produce por la falta de cultura financiera o de acceso a cualquiera de los canales bancarios, que también, sino por la imposibilidad de controlar el gasto y la incapacidad para poder ahorrar, invertir o planificar su futuro económico en un modelo de sociedad aquejada de una férrea estructura sistémica que favorece a los que tienen recursos y condena a los que no los tienen a un permanente estado de vulnerabilidad.

Para aterrizar el concepto que subyace en la “teoría de las botas”, se han creado modelos como el VBI (Vimes Boots Index, elaborado por J. Monroe) que explica el comportamiento del índice de precios de los alimentos básicos más baratos. El VBI viene a explicar que las tasas de inflación oficiales que afectan a los productos de consumo básicos no tienen nada que ver con las reales, multiplicándose éstas por diez en algunos casos (ver los informes de la ONS -Office for National Statistics de Reino Unido-). Esto significa que las tasas de inflación gubernamentales, datos macroeconómicos, ocultan las ratios que afectan a los productos esenciales más baratos, que son los únicos a los que pueden acceder las poblaciones más vulnerables. Quienes no tienen alternativa para adquirir otros de menor coste, quedando atrapados, a la larga, en niveles de consumo más elevados (“la trampa de la pobreza”).

En esa trampa se cae desde que se nace. Como han demostrado diversas investigaciones, los niños que crecen en situaciones muy precarias desarrollan (en comparación con familias “pudientes”) una superficie del neocórtex más reducida, y una amígdala y un hipocampo más pequeños. Estas áreas están implicadas en el control de los impulsos, el procesamiento del lenguaje, las emociones, la memoria y el aprendizaje. Los neurocientíficos encuentran, con independencia de los caracteres hereditarios, una cierta correlación entre una mala nutrición, los entornos estresantes, la baja calidad sanitaria y educativa con el deficiente desarrollo cognitivo y emocional, el escaso progreso académico, los problemas de salud y el elevado desempleo.

Informe de la EAPN: Carencias y pobreza en Europa - LSB-USO

Los responsables de las políticas sociales, sin tener en cuenta la relevancia de los estudios de los neurocientíficos, prefieren repartir ayudas sin considerar que la correlación que se ha demostrado no es entre el nivel de ingresos y las deficiencias en el desarrollo de los niños, sino en las circunstancias que rodean el crecimiento infantil. Incrementar la renta podría ayudar si, además, se aplicasen políticas conducentes a erradicar las situaciones de estrés en las familias y los barrios donde viven esos niños, proporcionando el acceso a una mejor educación y sanidad y garantizando una nutrición adecuada, entre otras estrategias.

Los datos recientemente publicados por la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (AROPE) apuntan que en España más de 2,7 millones de menores (34,5% de la población infantil) y una de cada cuatro personas están en riesgo de pobreza (2,6 millones más del compromiso contraído en la Agenda 2030), a pesar de que la “economía nacional va como un cohete”. Quizá sería conveniente que nuestros gobernantes se pusieran las botas de Vimes para experimentar cómo se vive en el otro lado de la realidad. La de los pobres. La de los perdedores del sistema.

José Manuel Navarro Llena.

@jmnllena

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