A veces me resulta curioso que algunas redes sociales me recuerden artículos que escribí hace años sobre economía o política, justo en momentos como los actuales, en los que hay una especial sensibilidad hacia estos temas. Lo inquietante es comprobar que se siguen cometiendo las mismas torpezas (por no decir tropelías) que entonces. Esto demuestra nuestra incapacidad para ser mejores, pese al avance de la tecnología y las ciencias sociales.
Hace más de dos lustros publiqué “El Principito y la gestión empresarial”; entonces proponía una filosofía que unía el management y el marketing para diseñar un modelo estratégico de empresa centrado en las personas, ya fueran clientes o empleados. Tampoco en este campo se ha avanzado mucho a pesar de la ingente literatura generada, en especial sobre los estilos de liderazgo. Por ello, en la compleja gestión empresarial moderna, donde la eficiencia se ha convertido en mantra y la optimización de recursos en objetivo, nos topamos con barreras invisibles que frustran el progreso. Estas barreras no suelen ser actos deliberados de sabotaje, sino el resultado de dos fuerzas aparentemente distintas, pero íntimamente conectadas: el Principio de Hanlon y la Ley de Tesler.
Ambos principios funcionan como prismas para analizar la dinámica organizacional. Nos invitan a reflexionar sobre la naturaleza del error, la complejidad de los procesos y, en última instancia, la estupidez humana en el delicado ecosistema empresarial (también aplicable, con más razón, al ámbito político).
El Principio de Hanlon, defiende de forma sencilla que “nunca se ha de atribuir a la malicia lo que se explica adecuadamente por la estupidez”. Esta máxima, atribuida a Robert J. Hanlon, es una poderosa herramienta de análisis que se une a las agudas observaciones de Diderot sobre la ceguera del fanatismo y a las incisivas categorías de la «estupidez peligrosa» de C. Cipolla. La historia del pensamiento ha apuntado la idea de que la ignorancia, la ineptitud o la simple falta de visión son motores más frecuentes de disfunción que la pura maldad.
En las organizaciones, esta “estupidez” rara vez es individual; suele ser una ceguera cognitiva colectiva caracterizada por la incapacidad de anticipar consecuencias, de empatizar o de reconocer los propios límites. Pensemos, por ejemplo, en las políticas de incentivos que penalizan la innovación o en modelos de aprobación jerárquicos que crean innecesarios cuellos de botella. O en una comunicación interna tan exhaustiva que resulta ininteligible o abrumadora. No son errores malintencionados, sino ejemplos de una estupidez estructural que margina capacidades individuales en favor de un control asfixiante.
La Ley de Tesler, o Ley de Conservación de la Complejidad, señala que “toda aplicación tiene una cantidad inherente de complejidad que no se puede reducir”. La complejidad no desaparece, se transfiere. Al simplificar una parte del sistema, la complejidad se traslada al usuario, al diseñador o a procesos subyacentes. Tesler, pionero en la interacción humano-computadora, observó que en todo sistema existe un punto de mínima complejidad, y que cualquier intento de simplificar más allá de ese punto solo consigue redistribuir esa carga.
Aunque formulada en el ámbito del diseño de interfaces, esta ley se aplica perfectamente a la gestión de procesos o personas. Aquí es donde la interacción entre Hanlon y Tesler se vuelve particularmente reveladora. Muchos procesos empresariales no son complejos por necesidad, sino por la acción inconsciente de la estupidez organizacional. Se crean sistemas enmarañados, con pasos redundantes y aprobaciones innecesarias, convencidos de estar contemplando todas las eventualidades. Pero en vez de simplificar, se dispersa la complejidad, afectando la eficiencia.
Este fenómeno es muy común en la administración pública. Como explicó L.J. Peter, se crea un círculo vicioso en el que se incrementa el número de empleados para gestionar los procesos burocráticos crecientes, y esos procesos se redefinen deliberadamente más complejos para justificar un mayor número de empleados.
La gestión de personas también sufre este tipo de distorsiones. Un sistema de evaluación del desempeño, por ejemplo, implica la complejidad inherente de establecer objetivos, recoger feedback, analizar resultados… Pero con frecuencia se convierte en un laberinto de intercambio de información, formularios y métricas irrelevantes. No por malicia, sino por falta de foco o por copiar modelos ajenos sin adaptarlos a la cultura interna. La complejidad termina recayendo en los empleados, que ven el proceso como una carga, y en los directivos, que no logran gestionarlo eficazmente.
¿Cómo aplicar esta interrelación para mejorar la gestión? En primer lugar, fomentando una cultura de autocrítica y humildad corporativa. Reconocer que la ignorancia o la incompetencia (como señalan M. Alvesson y A. Spicer) son más frecuentes que la malicia, permite abordar los problemas de forma constructiva. En lugar de buscar culpables, debemos analizar las raíces sistémicas de la ineficiencia.
En segundo lugar, debemos entender la Ley de Tesler como una guía para, en el diseño de procesos, identificar la complejidad mínima inherente a cada tarea y resistir la tentación de añadir capas innecesarias. Como proponía Descartes en su método, se trata de descomponer los problemas en partes simples, indivisibles, hasta llegar a lo esencial de mínima complejidad.
Ambos principios pueden aplicarse simultáneamente. Si un proceso parece excesivamente complejo, la primera pregunta debería ser: ¿es esta complejidad inevitable o producto de una rigidez estúpida? Si es lo segundo, debemos simplificar eliminando redundancias, clarificando objetivos, empoderando a los equipos. Si es lo primero, no hay que eludir la complejidad, sino gestionarla de forma inteligente, trasladándola al lugar adecuado (por ejemplo, un sistema automatizado) o proporcionando herramientas (Inteligencia artificial) y formación para que los usuarios la gestionen eficazmente.
En las organizaciones, es habitual deambular entre la estupidez y la complejidad, generando disfunciones. Aprender que la malicia es rara y que la complejidad es, muchas veces, una creación de nuestra ceguera colectiva nos permitirá rediseñar sistemas más ágiles y simples. Y con ello, no solo mejorar la operatividad y la experiencia de empleados y clientes, sino evolucionar hacia entornos de trabajo más inteligentes, humanos y sostenibles.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena








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