La exuberancia irracional de Baldomera.

Según Warren Buffet los inversores deben ser cautelosos cuando los demás sean codiciosos, y codiciosos cuando los demás sean temerosos. Pero ¿qué marca realmente la diferencia entre la cautela y la codicia en cualquier persona y, especialmente, en las dedicadas a jugar con el dinero propio (y el ajeno)?.

Seguramente, la formación académica y la profesional tienen mucho que ver en el perfil avaricioso o generoso de cualquiera de nosotros, así como la experiencia personal y el entorno donde nos desenvolvemos diariamente y las oportunidades que se nos presentan para comportarnos de una u otra manera. Pero lo cierto es que el resultado de una conducta más o menos codiciosa está muy relacionado con los mecanismos de recompensa y de aversión al riesgo que se activan en nuestro cerebro, según sendos estudios llevados a cabo por A. Smith y R. Kirby.

La activación más intensa del núcleo accumbens que de la ínsula determinará que seamos más propensos a hacer inversiones arriesgadas o a desear mayores ganancias que nuestros congéneres y, si ocurre a la inversa, seremos más cautelosos y haremos una valoración más prudente del riesgo que afrontamos.

Para un inversor, pujar agresivamente por determinadas acciones en bolsa tiene una justificación primaria: obtener un alto beneficio; pero también realizar este tipo de operaciones implica generar burbujas económicas cuyas consecuencias ya todos conocemos. Los inversores fríos y experimentados venderán pronto y “harán caja”. Los impulsivos se dejarán llevar por el espejismo de ganancias fáciles y terminarán perdiendo toda su inversión.

La diferencia entre unos y otros, en términos reduccionistas, será el área de su cerebro que haya tomado las riendas de la decisión, ayudada también por otros mecanismos coadyuvantes como son la acción de la dopamina y de la testosterona.

En ocasiones, las decisiones en este ámbito económico tienen que ver con nuestro sentido de la justicia y la equidad. Un inversor particular se enfrenta a su propio destino, pero uno que puede “especular” con el futuro económico y la estabilidad de miles de personas afronta motivaciones que van un poco más allá y que tienen que ver con la ambición, con la codicia y la autoexculpación de sus consecuencias; no hay lugar para el concepto del bien común cuando es el beneficio propio el que prevalece.

En estos casos, además, otras áreas intervienen para sopesar las consecuencias (la corteza orbitofrontal y la corteza prefrontal ventromedial) y para superarlas en base al deseo de recompensa futura (el estriado ventral y la amígdala). Lo más curioso es que en los experimentos realizados por C. Camerer con tres segmentos de población (niveles económicos bajo, medio y alto) la compra entusiasta de acciones era la misma en los individuos de mayores ingresos que en los de menores, con la salvedad de que los primeros eran capaces de salirse a tiempo de que el mercado alcista colapsase mientras que los segundos no advertían las posibles consecuencias de mantener sus inversiones y perdían todo al explotar la burbuja económica.

En los inversores digamos “ricos”, además de activarse el núcleo accumbens en los momentos de compra impulsiva, intervenía en un momento dado la ínsula al decidir vender y recoger sus ganancias a pesar de la tendencia ascendente de los precios. En cambio, los inversores con menos recursos parecían ser insensibles a esa señal de la ínsula y caían presa de una “exuberancia irracional” al dejarse llevar por una excesiva codicia para obtener mayores ganancias y no ser capaces de frenar a tiempo esta conducta. Las clases medias no afrontaron muchos riesgos, por lo que no se vieron afectados por el comportamiento del mercado de valores.

Hablando de burbujas, puede haber una cierta correlación entre aquella exuberancia irracional y el frenesí especulativo que se desencadena cuando las expectativas de pingües dividendos alimentan a toda una sociedad eclipsada por un estado del bienestar ficticio o, cuando menos, maquillado. No es necesario que haya un malvado estafador y un amplio colectivo de ingenuos “pobres” inversores, como en el caso de los esquemas piramidales de Ponzi, sino que puede presentarse de manera espontánea cuando confluyen, en mercados abiertos y no regulados, agentes dispuestos a vender bienes hipervalorados y compradores ávidos por adquirir a precios en permanente alza.

La promesa de elevados beneficios cortoplacistas, no claramente documentados o explicados, realizada a personas sin suficientes conocimientos financieros que hacen además de prescriptores con sus allegados, provoca un desequilibrio importante del sistema hasta que éste quiebra y sorprende a los que no hicieron caso de las señales de su ínsula, en tanto que los que sí se advirtieron de ellas se enriquecieron aún más.

Somos la consecuencia de nuestra actividad cerebral y, por tanto, deberíamos ser conscientes de los mecanismos que nos pueden salvar de importantes pérdidas o dejarnos caer en ellas.

Por cierto, que el famoso esquema piramidal de la estafa urdida por Carlo Ponzi fue maquinada cincuenta años antes por Baldomera Larra, hija del malogrado escritor Mariano José de Larra. Ambos provenientes de familias con dificultades económicas y con la suficiente visión para aprovecharse de la exuberancia irracional de sus congéneres.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

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