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Una nueva hornada de arquitectos españoles piensa y actúa de otra manera. Es la generación plural. Ni comparten un estilo ni obedecen credos teóricos. Tienen voz e ideas propias. No les mueve la búsqueda de un sello, sino levantar edificios capaces de hablar a la gente.
Qué motivos tiene esta generación de arquitectos para sonreír a la cámara? En España hay un grupo cada vez mayor de proyectistas que hace las cosas de otra manera. Y no lo vive como renuncia, sino como pasión. No les preocupa ni construir por todo el mundo ni adscribirse a un estilo. Ni siquiera les inquieta diferenciar un sello propio. Casi todos rondan los 40 años y sus desvelos pasan más por escuchar a la sociedad y dar respuesta a sus problemas que por construir de acuerdo con estrictas normas ajenas. Buscan más experimentar con materiales industriales y reciclables que apoyarse en la bandera de la sostenibilidad como una etiqueta o una estrategia promocional. Su propia estrategia es hacerlo cada vez mejor. El objetivo: llegar a los usuarios, cambiar la vida de los lugares. Y la de la gente.
Todos los arquitectos incluidos en este reportaje lo están consiguiendo. Pero no son casos aislados. Se puede hablar de generación. Son profesionales que prefieren la concentración a la extensión. En general tienen pocas obras y nunca manejan dos categorías: no esconden proyectos de segunda alimentando lo que publican en las revistas. Lo que creen lo aplican a todos sus trabajos. Sus ideas ya no son hijas de ningún credo cerrado: ni del moderno ni del deconstructivista. Son propias. Las obtienen «de una chistera inagotable: un tractor, una lámpara, el aroma de la Lonicera caprifoliu, de Thomas Bernhard», explican José Selgas y Lucía Cano (Madrid, 1965), autores del Palacio de Congresos de Badajoz y a punto de inaugurar el Auditorio de Cartagena. Ellos lo tienen claro: «Todo está pensado ya, pero las variaciones son infinitas». Encontrar su propia variación es lo que los mueve.
De la misma caudalosa fuente, mezcla de excepción y cotidianidad, parece beber Enrique Krahe (Madrid, 1970), que levantó en Zafra (Badajoz) un teatro de pueblo con un mundo propio. «Recolectamos y cultivamos ideas. Una campaña publicitaria puede ser tan reveladora como la lectura de un texto científico», explica Krahe. Para él, «lo cotidiano encierra un potencial inagotable».
También José María Sánchez García (Don Benito, 1976) ha encontrado su gran oportunidad en Extremadura. La grande y las pequeñas. Tras levantar el Espacio para la Creación Joven en Villanueva de la Serena (Badajoz) o el laboratorio Agrolab, en su propio pueblo, Sánchez finalizó un Centro de Tecnificación Deportiva junto al embalse de Gabriel y Galán, en Cáceres. El edificio, donde sonríe para la fotógrafa, es un cruce entre un platillo volante, un mirador y una pista de atletismo posada frente al agua como un ave zancuda. «Más que de las ideas deberíamos preocuparnos del tiempo que necesitamos para desarrollarlas», opina. La de este proyecto le llegó buscando una línea cercana al agua, que se adaptara al lugar y que fuera capaz de acortar el plazo de montaje. Como Selgas el año anterior, José era becario en la Academia de España en Roma cuando diseñó este edificio. La obra le ha reportado reconocimiento y premios significativos, como el que la revista británica Architectural Review concede cada año al mejor arquitecto europeo emergente.
Ese galardón británico está últimamente abonado a la nueva arquitectura española. Un año antes, en 2008, lo consiguieron otros dos arquitectos asentados en Barcelona, Mónica Rivera (San Juan de Puerto Rico, 1972) y Emiliano López (Mendoza, Argentina, 1971), por el inolvidable hotel Aire, en las Bardenas Reales de Tudela (Navarra). Lo más notable de ese hotel es que consigue transformar el enclave inhóspito de un desierto en un lugar acogedor con estancias-mirador que lanzan al usuario al paisaje, al tiempo que lo protegen. También es excepcional que los promotores aceptaran construir un módulo a escala real en el que descubrir posibles fallos del diseño. Ese mismo año, cuando la cosecha de los pisos de protección oficial en España venía marcada por la firma de grandes estudios extranjeros, como el del Pritzker Thom Mayne, Rivera y López ganaron el Premio FAD por un bloque de pisos en Barcelona. Se hicieron con el galardón explotando la idea de la convivencia en las terrazas, actualizando la tradición de las corralas.
Emiliano y Mónica se muestran cautos a la hora de hablar de una nueva generación: «Quizá el distintivo de la nuestra sea la constante exposición a la información. Esa sobresaturación puede despistarnos de lo realmente necesario», opinan. «Siempre ha habido arquitectos que han priorizado las necesidades esenciales», cuentan. Consideran que la buena arquitectura «conecta con la gente creando lugares que son entendidos y disfrutados por diversas generaciones». Y hablan de estrategias en lugar de ideas como sistema de trabajo abierto a todos los que intervienen en una obra. «Intentamos incorporar circunstancias inesperadas en la toma de decisiones». Ese concepto, abrir el mundo de la toma de decisiones al usuario o a los obreros, es una constante en el credo descreído pero concienzudo de esta generación de arquitectos que, sin embargo, pondría los pelos de punta a toda la generación anterior.
Rivera y López, que se crió en Barcelona, se conocieron en Harvard. En la misma situación se encuentran varios de los proyectistas que despuntan hoy en España. Anna Anttila es finlandesa. Montó estudio con su pareja, Eugeni Bach, en Barcelona. Hace dos años consiguieron el Premio FAD de la Opinión gracias a una vivienda levantada en Gaüses (Girona) que recicla el agua de lluvia, se alimenta de energía solar y solo costó 70.000 euros. También Belén Moneo y Clara de Solà-Morales conocieron a sus socios-maridos, el norteamericano Jeff Brook y el mexicano Eduardo Cadaval, mientras estudiaban en Harvard. El extranjero y el extrarradio son los lugares que cimentan esta generación plural de arquitectos.
Pegado a la pantalla de un ordenador conectado a Internet, Santiago Cirugeda (Sevilla, 1971) es un personaje que en otro momento habría sido marginal, carne de exposición de ideas utópicas en museos de arte contemporáneo. Hoy está transformando los lugares de ocio y residencia en Sevilla. Hace parques temporales. Levanta viviendas en azoteas o en andamios, espacios donde existe un vacío legal. La suya es una arquitectura pequeña, sin apenas medios. Con todo, el cambio grande lo están sembrando Cirugeda y sus afines en la Red. Han abierto una línea de apertura mental entre muchos arquitectos. Y también entre muchos ciudadanos en busca de cuatro paredes a las que poder llamar casa.
«Se puede y se debe hacer una ciudad con otras herramientas que no son la arquitectura: el asociacionismo, por ejemplo», explica Cirugeda. Cree que una movilización puede cambiar una ley. De conocer cómo funcionan los sistemas de ordenación social y urbana, los económicos o los normativos, surgió su idea de replantearlos y criticarlos. Él trata de averiguar por qué no funcionan las ciudades y qué se puede hacer para mejorarlas. Entre sus referentes apenas hay arquitectos. Cirugeda habla claro. Asegura que «durante años, los promotores y los políticos han sido quienes han diseñado las ciudades». Y que «la profesión apenas se ha enfrentado a ellos aunque ahora vengan los lamentos». Él, su estudio y varios colectivos, asociaciones y ONG llevan años tratando de reforzar los vínculos con diversos entornos sociales, generando maneras de producir ciudad que no han sido apoyadas, ni siquiera permitidas, por ejemplo parques levantados en solares vacíos con mobiliario y macetas que llevaron los vecinos. «Es hora de que nos dejen hacer y de que se conozcan esos proyectos para que otros puedan imitarlos», dice. Los proyectos de Cirugeda y su colectivo Recetas Urbanas hablan por él. Y aunque esa preocupación por conectar con la sociedad real no sea nueva en la arquitectura, sí lo son las redes amplias y bien conectadas que ha permitido Internet.
Cerca de ese modelo de arquitectura, más sociológico que geométrico, está Andrés Jaque (Madrid, 1971). Fue al terminar la escuela cuando se dio cuenta de que «la arquitectura era una actividad política». Estuvo becado en Dresde cuando la ciudad se transformaba para equipararse con las ciudades de la Alemania del Oeste. Allí tomó conciencia de que la demolición de un edificio o el trazado de un camino era un tema de debate que no podía resolver ningún experto, porque no había un único criterio y porque la decisión afectaba de diferente manera a grupos también diferentes. Le ampliaron la beca y se dedicó a viajar en autobús: «Tenía tiempo para estar sin prisas en sitios como Addis Abeba, Zúrich, Sarajevo, Bruselas, Jerusalén o Gaza. De ese momento vino mi interés por explorar el papel que la arquitectura desempeña en la construcción de lo social».
Con ese pasado, no sorprende que el modus operandi de Jaque sea el trabajo de campo. Organiza reuniones con los afectados por un proyecto. Graba en vídeo las conversaciones y analiza qué papel desempeña el proyecto en las vidas de quienes discuten: «A partir de ahí lanzamos propuestas y vemos cómo sus argumentos evolucionan». Como fuente de ideas, Jaque cita el conocimiento anónimo que ha recibido de la gente a la que quiere. La forma de poner la mesa, regar las plantas, hacer la maleta… «Para mí, la arquitectura no son los edificios, sino cómo los soportes materiales, las plantas, los animales y los usuarios se relacionan entre ellos creando situaciones deseadas. Por eso me fascinan los dibujos de interiores de Lina Bo Bardi, las organizaciones de barrio de Cedric Price o el marketing demostrativo con el que Tupperware llevó los laboratorios a los interiores de las casas. Aboga por «domesticar y abrir la caja negra de los proyectos que comprometen los presupuestos de una comunidad al escrutinio de aquellos a los que no se les reconoce el estatus de expertos».
No están solos Jaque y Cirugeda. También los miembros del estudio sevillano La Panadería hablan de ceder en parte la batuta del diseño y las decisiones. Les interesa «la opinión del profano que tanto asusta a los arquitectos de otras generaciones». «Está en nuestras manos proponer otra manera de hacer arquitectura, intentar cambiar el sistema de valores y recuperar la función social del arquitecto». Aunque reconocen que desde los sesenta hay mucha gente tratando de conectar arquitectura y sociedad, les interesa el potencial de la sostenibilidad social además de la energética. Buscan recuperar la relevancia de las necesidades de los habitantes.
No es un discurso teórico. Sus proyectos (www.casamasomenos.net) ilustran esa experiencia. Eva Morales (Jerez de la Frontera, 1974), Rubén Alonso (Barcelona, 1973) y David Cañavate (Sevilla, 1972), que forman La Panadería, cuentan que han aprendido del debate, del trabajo en común y del intercambio de ideas en horizontal, «autoorganizándonos con otros estudiantes o profesionales, como respuesta y rechazo a la disciplina impuesta en la escuela de arquitectura donde estudiamos». Y a pesar de provenir del ambiente más rebelde, o precisamente por eso, hacen autocrítica. «Hemos estado haciendo arquitectura para nosotros mismos y para los medios». Su propuesta: trabajar menos en la «arquitectura de los domingos» y un poco más en la «arquitectura de diario».
Victoria Garriga (Barcelona, 1969) reconoce que quizá ellos tengan una imagen más «modesta» de su profesión. «No aspiramos a grandes individualidades, aspiramos a ser catalizadores creativos. Esto no implica falta de ambición, sino control del ego y una gran confianza en la fuerza creativa de las personas en entornos de empatía, libertad y respeto», explica. Ella, Toño Foraster (Bilbao, 1968) y cinco arquitectos más forman AV62, pero, vehemente e inagotable, Victoria es la voz del equipo.
Fue tras fortalecer el músculo en trabajos pequeños cuando se lanzaron a concursos de escala mayor. Consideran que «las ideas de la arquitectura están insinuadas en los lugares y contenidas en los deseos de las personas», pero Victoria es rotunda en cuanto a la primera y más importante fuente de formación: la propia experiencia vivida. Creen que hay saberes que requieren de personas capaces de transmitirlos y que la arquitectura es uno de ellos. En su manera de mirar, Victoria reconoce a Enric Miralles, Pedro Azara y Marta Llorente como maestros, y Toño, a Pepe Llinás, Josep Quetglas y Joan Brossa. Pero coinciden en la maestría de Lina Bo Bardi. Otra vez la arquitecta que renunció a su vida burguesa en Italia para tender un puente entre la arquitectura y la cultura popular en Brasil.
Enrique Krahe es crítico con el exceso de autocomplacencia que produce el dominio de las herramientas gráficas que se da entre los jóvenes arquitectos de hoy. Pero también sostiene que pocas profesiones se hallan tan expuestas como la arquitectura. Admite que son «muy ególatras: la aceptación popular de una propuesta no nos satisface plenamente si no se ve refrendada por el reconocimiento dentro de la profesión». Por eso cree que el acercamiento a la gente, aunque creciente, sigue siendo limitado. Por eso su propuesta de mejora pasa por aprender a incorporar con naturalidad las necesidades reales de los usuarios: «Solo así haremos una arquitectura con otro tipo de integridad, paradójicamente más integradora».
¿Cómo pueden los arquitectos romper su endogamia? ¿Cómo conectar con una sociedad que durante años simplemente han coronado? «De romper la endogamia ya se encargó hace tiempo la propia sociedad», sostienen Selgas y Cano. «Nosotros disfrutamos con nuestra vulgaridad. Nos tranquiliza sabernos camuflados en la sociedad. Y al trabajar desde dentro no es necesario explicar tu trabajo, se entiende a la primera. Sobre todo por la gente joven -nada que ver con la edad- porque habitan en tu mismo camping».
«¿Realmente pensamos que los arquitectos del star system han coronado algo o solo se han prestado a ser la cara adulada y bien pagada de un poder que no es en realidad suyo?», pregunta Victoria Garriga. Ella cree que lo más dramático de los últimos años no es la práctica más o menos afortunada de algunos arquitectos, sino «lo que se consigue ocultar con ella: la bajísima calidad de los proyectos medios». Piensa que los megaproyectos estelares han saturado los medios de información y han esclerotizado la crítica y el debate arquitectónicos». «Vivimos una auténtica resaca, pero no creo que no supiésemos, un par de años atrás, que estábamos bebiendo de más», concluye.
Krahe reivindica el papel de un «urbanismo de proximidad». Pero es Andrés Jaque el que, desde sus clases, está llamado a convertirse en el teórico de un grupo sin teoría. Si le preguntamos por la arquitectura de los últimos años, estos son para él «los guggenheim verdaderamente reseñables»: tejidos de voluntariado como Arquitectos Sin Fronteras, lecturas del uso del urbanismo como herramienta de exclusión y vías para su desactivación, como las desarrolladas por Eyal Weizman en Gaza o Teddy Cruz en la frontera de Tijuana y San Diego. Jaque está convencido de que vienen arquitecturas que en lugar de intentar educar a sus usuarios puedan convertirse en sus cómplices: casas con alquileres económicos, pero no tristes. «En lugar de colegios, pronto veremos escuelas que al mismo tiempo son centro de día para mayores». Opina también que cambiarán las prioridades: «Más importante que dedicar esfuerzos a colocar un falso techo de aluminio será asegurarse que todo el mobiliario puede retirarse sin esfuerzo para que en el vestíbulo del ayuntamiento puedan ofrecerse clases de hip hop». Pero tal vez lo más sorprendente es que considera deseable que cada vez sean más lentos los procesos de construcción. «Hemos entrado de lleno en la era de la precaución. Habrá que tantear y dedicar tanto tiempo a la evaluación de resultados y a la revisión de las previsiones iniciales como al diseño».
Jaque y muchos de los arquitectos de esta generación sostienen que el acceso al conocimiento especializado ha cambiado la vida. Recuerdan, por ejemplo, cómo es hoy más respetuosa y transparente la forma en que los médicos se relacionan con sus pacientes y más horizontal la manera en que los profesores dialogan con las ideas de sus alumnos. «Vivimos un momento en el que las hegemonías culturales, masculinas, occidentales, antropocéntricas, coloniales o generacionales han sido desafiadas por otros contextos de conocimiento que han demostrado su vigencia», explica Jaque. En ese marco, todos estos jóvenes entienden que el arquitecto debería ser uno más entre quienes contribuyen a promover el diálogo para construir entornos en los que sea posible proteger las diferencias y vivir pacífica y libremente.
Por Anatxu Zabalbeascoa. Publicado en El País el pasado día 10 de octubre de 2010
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