Toca privatizar todo lo que huela a público. Primero fueron los servicios municipales como el agua o la limpieza, luego el transporte urbano, ahora la sanidad y mañana, si esta locura no la para nadie, será la educación y hasta el ejército si es necesario. Son las premisas de la nueva religión del liberalismo que promete un idílico porvenir una vez salgamos de ésta. Hay que tener fe como lo demuestran los políticos que dirigen nuestras vidas con sus ejemplarizantes sacrificios. Por eso hay que confiar que ninguna empresa se frotaría las manos pensando que de un servicio de primera necesidad va a poder realizar el negocio de su vida. ¡Qué mal pensados somos a veces! Todo lo contrario. Los ciudadanos van a tener mejor atención y, por supuesto, van a pagar menos en impuestos y recibos porque sólo el capital privado sabe de sobra cómo ahorrar de verdad. De hecho cuenta con las mejores plantillas, muchas de ellas reclutadas por expertos ‘headhunters’ que rara vez guardan parentesco con la dirección o la clase política. Nada que envidiar al mejor funcionario de carrera que como todo el mundo sabe, entra por enchufe.
Todo es tan perfecto que nadie ya cuestiona que el futuro del bienestar pasa por la privatización y la aniquilación del sector público, funcionarios incluidos, que viven muy bien. Claro que… ¡Vaya! A veces hay unos ligeros desajustes que de existir una normativa laboral más flexible se corregirían sobre la marcha. Pero resulta que los operarios también son ciudadanos en sus ratos libres y, a veces, hasta personas con derechos. Y pasa que exigen porque necesitan llegar a fin de mes porque entre tanto optimizar, racionalizar y recortar, sus sueldos no dan para más. Si alguien hubiera patentando ya al deseado androide, otro gallo cantaría. Mientras ello llega, es inevitable que ocurran estas incómodas situaciones propias del inconformismo del ser humano.
En ésas estamos estos días con la huelga de los empleados del servicio de limpieza de Granada. Un servicio que se privatizó en aras de ofrecer una mejor atención al ciudadano a un menor coste y que con el paso del tiempo, ni ha mejorado su eficiencia y mucho menos, le sale más barato al contribuyente. Al final, sobre las leyes del capitalismo, se imponen las de la cordura, ésas que establecen que aparte del coste del servicio hay que sumar el beneficio. Unos ingresos extras sin los cuales ninguna empresa se interesaría por adjudicarse un negocio público. ¿Y de dónde salen esos emolumentos? Pues ni más ni menos que de subir el recibo y, si no es suficiente, de recortar en la prestación del servicio, en el sueldo del empleado, en material y en tantas cosas antes de llegar a tocar el beneficio.
Todo servicio público tiene un coste que todo ciudadano debe aceptar. Nada es gratis. Que para el bolsillo del contribuyente sea más o menos caro dependerá de la eficiencia de su administración y no de que sea o no público. Actualmente, funcionarios y empleados están sobradamente preparados para trabajar con esos objetivos. Otra cosa es que de un servicio público se trate de pagar favores políticos que implican un sobrecoste y que todo el mundo conoce de sobra. Un añadido que financiamos todos los ciudadanos y que en modo alguno desaparece con su privatización. Todo lo contrario, es una partida más que, junto al beneficio, es intocable. De hecho la ciudadanía debería preguntarse cuánto cuesta el sillón que ocupa un concejal en el Consejo de Administración de estas empresas. Porque créanme, cuesta pasta, mucha pasta, tanta como la que los empleados de la limpieza tratan de impedir que les recorten.