Afirman los psicólogos que a lo largo del día una persona llega escuchar una media de doscientas mentiras, ajenas y propias. Se miente porque funciona, bien para eludir un castigo, o bien para obtener una recompensa. Es un instinto nato que arrastramos desde nuestros orígenes, como nos recuerda la Bíblia con Adán y Eva. Su primer pecado no fue otro que mentir. No podemos vivir sin la mentira pese a comprometer con ella nuestra honestidad. Nada sale gratis, y menos una mentira descubierta.
Hace ocho siglos Santo Tomás de Aquino diferenció tres tipos de mentiras: las útiles, las humorísticas y las maliciosas. Las dos primeras, tolerables; la última, pecado mortal. Entre las mentiras maliciosas resaltan la calumnia -imputar a un inocente una falta-, y el rumor -verdades a medias-. Con ellas se han escrito muchos capítulos gloriosos de nuestra historia, gracias al respaldo de los ‘influencers’ del momento, el clero y la nobleza. La mentira en manos del pueblo difícilmente trascendía del entorno inmediato si no contaba con el apoyo de un líder, y más recientemente, de un medio de comunicación. Así ha sido hasta la irrupción de las redes sociales que han posibilitado amplificar la voz del pueblo por encima de las barreras gubernamentales y mediáticas, para bien y para mal.
En la posverdad no importa lo que se cuenta, sino cómo se cuenta y cómo de fácil se propaga
Hoy en día, cualquier ciudadano con un móvil conectado a Internet, puede iniciar una revolución o provocar una rebelión. Las armas -verdades y mentiras-, son las mismas que siempre se han utilizado, salvo que ahora es el pueblo el que tiene el control de su propagación a través de las redes sociales. La ciudadanía ha recuperado un gran poder, pero no es consciente de la gran responsabilidad que conlleva. Surge así el escenario perfecto para cambiar el rumbo de la historia con mensajes, que más que informar de los hechos objetivos, buscan tocar la sensibilidad del espectador para provocar su implicación y participación con la causa. Nace la posverdad, una situación en la que no importa lo que se cuenta, sino cómo se cuenta y, sobre todo, cómo de fácil se propaga a la sociedad.
Del Brexit a Donald Trump
Las redes sociales han sido testigos de innumerables situaciones en las que un mensaje ha bastado para apoyar una iniciativa, denunciar un abuso y, sobre todo, para democratizar nuestra sociedad. Sin embargo, estas herramientas, cuando se utilizan para manipular la verdad, son infalibles para hundir la vida de una persona o la reputación de una empresa. De ello se está empezando ahora a tomar conciencia, sobre todo cuando alguna que otra estrella del cine y la música cierran súbitamente sus cuentas, hartos de soportar calumnias y desprecios por sus comentarios. La maldad de las redes ya no puede ocultar su peor cara. Lo mismo cae un niño en un colegio, que una política o un cantante. No hay ni distinción de estatus, ni de edad, ni de condición. Todos podemos ser víctimas, en cualquier momento, de un ataque social. No es hasta junio del año 2016, cuando los gobernantes ven de cerca la amenaza del elevado poder que las redes sociales, no sólo para cambiar la vida de las personas, sino también el destino de un país.
Durante el referéndum del ‘Brexit’, la posverdad alcanzó su mayor apogeo con la proliferación de noticias falsas por parte de los partidarios de las salida del Reino Unido de la Unión Europea. Los mensajes que partidos políticos y medios afines lanzaban a la sociedad, no trataban de valorar las consecuencias, sino de alentar prejuicios para apelar a las emociones y conseguir un voto más. Se lanzaron miles de mensajes en Twitter y Facebook, aprovechando la debilidad de su algoritmo, que promociona por encima de las informaciones correctas, los mensajes que llegan de la red de contactos más inmediata. Los votantes del reino unido se vieron inundados de informaciones sesgadas que sus amistades propagaban por el móvil, sin alternativa alguna para contrastar.
Los algoritmos de las redes deciden por el usuario el contenido relevante sin importar la veracidad
El Reino Unido votó y ganó el Brexit gracias a una campaña centrada básicamente en el control de la inmigración, sin importar las consecuencias económicas y sociales de su desvinculación de Europa. No se hizo nada después de este festín de posverdades y así se llegó a las elecciones de Estados Unidos, en donde, contra todo pronóstico y siguiendo la misma estrategia que en el Brexit, Donald Trump se impone a la candidata favorita, Hillary Clinton. La posverdad se apuntaba su segunda victoria y poco después, llegaba la tercera, en el referéndum que Italia celebró para cambiar su constitución. El miedo empieza a cundir entre los dirigentes que ven cómo sus estrategias de comunicación sucumben ante la voracidad de unas redes sociales que no son capaces de controlar informaciones falsas.
Alemania y Francia, próximos países con citas electorales, ya han tomado nota del verdadero poder de la posverdad, y por ello han lanzado una ofensiva para detener bulos con apariencia de veracidad, en el que se hace necesaria la implicación plena de las tecnológicas para mejorar sus algoritmos de propagación de información. El Gobierno alemán ya ha firmado un acuerdo con Facebook para prevenir que las informaciones falsas interfieran en el debate público de cara a la próxima cita electoral.
Combatir la posverdad
Hay un dicho en el gremio de los periodistas que dice “que la verdad no te estropee un buen titular”. Si algo hace la posverdad, no es otra cosa que quedarse con el titular, preferiblemente en 140 caracteres, y obviar la verdad. No hay otra profesión en el mundo que la del periodismo para salvaguardar la verdad y velar por la democracia. Sin el periodismo, ambas están en peligro. Acontecimientos como el Brexit y las presidenciales de Estados Unidos, han demostrado las consecuencias que tiene preferir las redes sociales a los periódicos para informarse de la actualidad. De las noticias contrastadas que ofrece la prensa, se ha pasado a un medio, las redes, que basa la veracidad de la información en la confianza del contacto, que como cualquier persona, puede ser engañada y manipulada.
El Brexit y Trump han demostrado las consecuencias que acarrea informarse únicamente a través de las redes sociales
Ahora más que nunca, la labor del buen periodismo es muy necesaria para combatir los rumores, bulos, desinformación y, en general todo el ruido que se genera cuando se pretende manipular la opinión pública a favor de una causa partidista. Los periodistas deben trascender del papel y llevar sus informaciones a las redes para contrarrestar la posverdad, sin caer en la trampa del narcisismo social que aportan los ‘likes’ y ‘retweets’, para mantener la independencia de la verdad.
El otro gran protagonista para luchar contra la posverdad, es el Estado, que debe de proponer mecanismo punitivos o de control tanto para los que crean bulos, como para los que permiten su difusión. Se hace necesaria la estrecha colaboración entre las empresas tecnológicas y los gobiernos, para evitar que las mentiras campen a sus anchas por las redes sociales. De la misma manera que a los periódicos digitales se les exigen una moderación en los comentarios de sus informaciones, las autoridades deben extender esas normativas a las redes sociales. Cuando una red social sea corresponsable de una mentira o calumnia realizada por un usuario, como ahora ocurre con la prensa digital, tal vez, se impliquen más en el control de las informaciones que se publican.
Por último es necesario recurrir a un refrán para apelar al sentido común que ningún ciudadano debe obviar. Dice, “De lo que te digan, no te creas nada; de lo que veas, la mitad”. No se trata de desconfiar de todo, sino de tomar una postura reflexiva y razonada de todo cuanto apela a las emociones. No hay que caer en la trampa de la confianza que nos aportan nuestros contactos directos cuando vemos su publicaciones, porque tal vez no lo hagan con malas intenciones, pero sí equivocadamente. Hay que cuestionar todo aquello que parezca extravagante y no dejarlo pasar, y mucho menos, compartir por seguir el hilo sin tener certeza alguna. No hay peor mentira que una verdad a medias.