Imagine que la próxima vez que consulte su extracto bancario le aparece en el listado un préstamo que usted no ha contratado. Una deuda de poco más de 23.000 euros que tiene que devolver con sus intereses, y del que no cabe reclamación alguna. Ahora extrapole esa situación a cada uno de los integrantes de su unidad familiar, y calcule lo que, de repente, su pasivo se ha incrementado. Seguramente, más de uno estaría en lo que se conoce como quiebra técnica. Esto que le estoy contando no es una hipótesis, es una realidad, y se llama Deuda Pública. Nos afecta a todos y cada vez más está condicionando todas las políticas de nuestro estado del bienestar.
Endeudarse en nombre de otro es muy sencillo cuando además, no conlleva ninguna responsabilidad mercantil ni penal. Eso es lo que muchos políticos debieron pensar cuando aprobaban presupuestos para cumplir con unos objetivos electorales económicamente inviables. Políticas de luces cortas que en la primera curva han dejado a muchos ayuntamientos sin dinero para pagar a sus funcionarios o cualquier servicio que presta. Claro que ellos fueron los últimos en sumarse a esta fiesta de la deuda, porque aprendieron tarde de los que han sido unos maestros en esto de disponer del dinero de otros, como han sido tanto las Autonomías como el Estado.
Los políticos nos han endeudado por encima de nuestras posibilidades durante muchos años y ahora que la fiesta del dinero fácil se ha acabado, ahora que llegan las facturas, nos damos cuenta que tenemos que dedicar dinero de Sanidad, Educación, Infraestructuras y tantos servicios que funcionaban, para pagar lo inaplazable, la Deuda Pública. Si tu beca se ha recortado, si tu contrato de investigación se rescinde; si el médico le dice que tiene pagar ese medicamento; si la carretera por la que pasas espera un arreglo desde hace años y así una larga lista, no lo dude, la culpa es de la Deuda Pública. Actualmente España dedica más del 10 por ciento de su presupuesto para amortizar préstamos y pagar intereses, y eso que los mercados han sido benevolentes, y han puesto el interés en mínimos históricos. Es decir, que cada mes, cada uno de nosotros, paga poco más de 185 euros para devolver todo lo que se ha pedido, a base de recortes e impuestos.
Se está disfrutando la prosperidad del futuro a costa de la precariedad de nuestros hijos
Lo peor no es el dinero que se paga, sino que mucha de esa deuda la tendrán que pagar nuestros hijos porque es a largo plazo. En total, 1,105 billones de euros. El 99,9 por ciento de lo que produce España en un año. Es decir, que para pagarla de golpe, todos los españoles deberíamos estar un año si ingresar en nuestra casa ni un céntimo. En resumen, se está disfrutando la prosperidad del futuro a costa de la precariedad de nuestros hijos, por puro egoísmo, y lamentablemente, ya estamos empezando a padecer las consecuencias de los excesos del pasado. Por eso hay que ser cada vez menos tolerantes con las deudas y exigir a nuestros dirigentes responsabilidades políticas y penales cuando nuestro dinero no se gestione debidamente.
No estoy en contra del endeudamiento cuando se haga con cabeza y con el objetivo de generar prosperidad y oportunidades de inversión que reviertan en la sociedad. Tener una política económica expansiva es sano siempre y cuando no se pasen ciertos límites, y en eso, España se pasó cuando su deuda superó el 60 por ciento de su PIB. Endeudarse para dotar a la ciudadanía de mejor calidad de vida, o a las empresas de mejores infraestructuras que incrementen la productividad es legítimo. Ahora bien, pedir dinero para asombrar a los vecinos con unas fiestas patronales jamás vistas, no tiene sentido alguno. Cámbiese fiestas por otro concepto estatal como salvar autopistas o bancos, y el desaguisado ya es total. Lamentablemente, lo segundo es lo que más ha inflado la deuda, no sólo para dar circo al pueblo y salvar los intereses de una minoría privilegiada, sino también, para mantener artificialmente un PIB que no se correspondía con nuestro nivel de vida real. De ahí que sean cada vez más las voces que piden una reestructuración de la deuda que tenga en cuenta el destino legítimo de la misma, de interés general, para evitar dejar a nuestros hijos una herencia envenenada.