He participado en un encuentro interno organizado por la Fundación Pablo Iglesias sobre la regulación de contenidos dañinos y libertad de expresión en la red. Es bueno que eso que llaman los ‘think tank’ de los partidos organicen foros y escuchen voces independientes. Y mucho mejor si después tienen en cuenta estas opiniones cuando las organizaciones a las que asesoran legislen en el Congreso.
Abandono el tono irónico habitual y me pongo académico. Entré en la Universidad porque quería formar parte de la tuna y al final acabé doctorado en Periodismo porque la tuna de la facultad era demasiado frívola.
El problema al que nos enfrentamos tiene una doble dimensión. De un lado, si hay en España libertad de expresión suficiente como para formar una opinión pública crítica. Y, de otro, si la regulación normativa es la adecuada o necesita una modificación más vigilante o menos invasiva.
Este debate, reciente en el tiempo, ha cobrado intensidad cuando la pluralidad de canales de comunicación es mayor y, se supone, hay más alternativas para expresarse. Las leyes y las normas son similares -salvo alguna excepción y tentativa censora- a las que nos dotamos desde el principio en la etapa democrática. No hay una limitación legal sobrevenida que nos impida expresarnos en los términos en que lo hacíamos hace veinte años. Esto nos lleva a concluir que lo que en realidad ha cambiado son los medios y los mensajes.
En mi opinión, un factor determinante reside en que, en las últimas décadas, la comunicación ha estado controlada y gestionada por unas élites adiestradas; profesionales -no solo en el ámbito del periodismo- que habían adquirido las destrezas necesarias para intervenir en la opinión pública. Los nuevos canales -las redes sociales en este caso- han traído la universalización de la comunicación; el libre acceso a la libertad de expresión. Entonces, nos hemos encontrado que, personas sin el adiestramiento necesario, pueden influir e interferir en la formación de opinión o alterar ánimos y voluntades. Me gusta decir que hemos puesto un potente ferrari en manos de quienes no tienen carné de conducir. No es que antes existieran menos conflictos -también se decían barbaridades-; pero esos mensajes quedaban en el ámbito privado porque no contaban con publicidad.
Ni mucho menos sostengo que la comunicación debe ser el privilegio de una élite dominante. Pero sí es necesario que esta nueva realidad se tenga en cuenta a la hora de elaborar las programaciones educativas y que la comunicación, en sus nuevas formas y soportes, sea una asignatura transversal. No se trata de enseñar a los niños a escribir y publicar fotos en redes sociales; sino a relacionarse en un mundo donde cualquiera podrá escribir sobre ellos e, incluso, difundir imágenes suyas.
El periodista, antes de que se extendiera la figura del periodista militante o activista, conocía sus límites. Que también eran dobles. De un lado, el referido marco jurídico. Muchos de los tuits que se difunden en Twitter o los post de Facebook serían denunciados si se publicaran en un medio tradicional. Y me refiero a tuits y post que suben a las redes sociales los propios periodistas. Además, estaba el condicionante del contexto, que tenía una perspectiva social, otra editorial y una tercera empresarial. Las tres han cambiado.
Pero no seamos tan ingenuos como para reducir la libertad de expresión al libertinaje en las redes sociales. ¿Qué pasa si una de estas plataformas retira uno de nuestros mensajes? ¿Censura? Debería ser algo absolutamente normal. Tradicionalmente ha existido la sección de Cartas al Director en los diarios y eso no supone, ni mucho menos, que todos los textos enviados que se reciben aparezcan finalmente publicados. Unos por falta de espacio o relevancia y, otros, porque el medio considera que colisionan con derechos de terceros.
En parte, cuando las plataformas y redes sociales exhiben la bandera de la libertad de expresión, también justifican la falta de filtros sobre los contenidos que difunden. Es más barata la inteligencia artificial que una plantilla de profesionales que seleccione según un principio editorial. Esa es la realidad ilusoria de la libertad de expresión. Pensar que todo el mundo tiene acceso a lo que escribimos. Cuando, en realidad, hay una máquina que decide la visibilidad que dará a nuestros mensajes.