Primero fue la incredulidad, la duda de si podía ser cierto, la confusión, el estupor; a medida que pasaba el día todo se fue convirtiendo en tristeza profunda. Aquella mañana de lunes –hace ya cuatro meses- nos sorprendió la tristísima noticia, nunca imaginada, de la muerte de un hombre bueno: Fernando Valenzuela Garach.
Quienes iban llegando a la Facultad encontraban el aviso lacónico en la puerta, algunas clases suspendidas y apenas una respuesta incierta o un sollozo incontenido en el Departamento, consternado y rígido. Corrió la noticia por toda España. En Jaén, donde estuvo varios años y formó un grupo, que nunca abandonó, se sintió no solo que se había ido el hermano de Javier –profesor querido y apreciado por todos- sino uno de ellos que, frecuentemente, volvía a recorrer aquella carretera tan conocida y que tantas veces hubo de transitar a pesar de las circunstancias, para trabajar en iniciativas conjuntas. E igual ocurría en Málaga, otra de sus Universidades, precisamente en la que se incorporó al escalafón de Profesores Numerarios, muy joven, de la mano de su maestro, Antonio Pérez de la Cruz. Fueron unos años muy difíciles porque fueron los primeros y porque junto a la ilusión de aquellos momentos, la familia recién formada en Granada, se unían, casi al amanecer, semana tras semana, los continuos viajes que siempre recordó, incluso con un punto de nostalgia. Sus compañeros y sus amigos de Madrid, que como los de todas partes, le querían y apreciaban, fueron enterándose de la noticia de su marcha que en las primeras horas del día, en la madrugada, hubo de llegar necesariamente muy lejos; hasta México, naturalmente, donde se le lloraría en la difícil soledad del momento y en la lejanía, por su propia hermana a la que tanto admiraba (con la que muchos años antes había viajado a aquél país en experiencia que siempre contaba con detalle); o hasta el Medio Oriente: allí, en el Monte Tabor, se rezó por él, por su alma, y aunque quizás fuese un lugar apropiado para poder comprender el misterio de la muerte y de la vida, no podía entenderse nada; hoy aún cuesta hacerlo. Cuando ya llegaba la tarde del lunes, las pantallas del ordenador daban cuenta de lo ocurrido a los compañeros y amigos entrañables de Argentina, de Brasil, o de Uruguay, país éste de donde había vuelto hacía unos pocos días, tras participar en un Congreso y en varias conferencias.
La noche anterior, tranquilo y sosegado, como él era, junto a su ordenador –trabajando, al fin y al cabo, como hacía en cualquier momento y a deshoras-; rodeado de Nuria y de sus hijos (qué tristeza, seguro, para ellos este recuerdo, pero que alegría también de que no estuviese solo, la de haber estado junto a él en ese instante y qué satisfacción tan grande la de saber, porque lo supo seguro y los sabe, de eso no tengo duda, que las tres personas a las que más quiso, estaban junto a él, queriéndolo, en el momento más importante de su vida), en familia, como gustaba presumir cada lunes que había hecho el fin de semana; sin molestar y sin dar que hacer, como había querido vivir siempre y, especialmente, durante los muchos años particularmente complicados por la salud-, se quedó dormido, aunque ahora de un modo definitivo. Y cuando abriera los ojos no haría bromas, ni risas, ni tranquilizaría a quienes estuvieran junto a él diciéndoles que no pasaba nada y pidiendo un vaso de agua. O quizás sí, pero eso ya no pudo verlo nadie de los que quedamos aquí.
Estudioso y trabajador desde pequeño, riguroso y exhaustivo en todas sus empresas, que fueron muchas, su vida estuvo llena de éxitos –de grandes éxitos de los que no presumía- y de buenos ratos y de satisfacciones que regaló a sus amigos, a su familia, sobre todo a sus padres, que hoy deben recordar todas estas cosas y sentir el orgullo de haber tenido un hijo como Fernando que incluso parece que quiso ir a despedirse de ellos en la tarde de aquel domingo que parecía otro cualquiera pero fue tan triste y que nunca quiso preocuparlos con nada. Siempre hablaba de los Maristas (que era hablar de su niñez y de su educación) –de sus amigos de entonces y de hoy-. Fue un brillantísimo alumno en la Facultad de Derecho, con Premio Extraordinario, en unos años en los que empezamos a conocernos más profundamente e incluso a ser amigos, como lo fueron nuestros padres; también en la de Bolonia, en la que se doctoró, ganando igualmente varios premios. Recién concluida su Licenciatura, en la que el Derecho mercantil lo cursó con mi maestro inolvidable Miguel Motos, se incorporó a la misma, bajo su dirección, como Profesor Ayudante, en 1982; y a su Facultad volvió, tras los paréntesis de Málaga (desde 1986 a 1991 como profesor Titular) y en la de Jaén (de 1991 a 1993), en 1994, tras conseguir en un excelente concurso que presidió Don Manuel Olivencia, la plaza de Catedrático de Universidad, a una muy temprana e inusual para ello, edad: treinta años de servicio a la Universidad española, de los cuales veinte y dos lo han sido, en exclusiva, a la Universidad de Granada, aunque nunca, aunque administrativamente no dependiera de ella, se fue del todo de la misma. Desde su llegada a la Universidad como alumno hasta sus últimos días, he sido testigo cualificado y próximo, de modo cotidiano, unas veces en unas posiciones más cómodas y otras en unas más difíciles, de toda su carrera universitaria (él también lo fue, testigo y juez en ocasiones, de la mía) y por ello puedo hablar de una carrera brillante, como digo, jalonada de éxitos, uno tras otro; del reconocimiento por su trabajo de sus compañeros y de sus discípulos; del afecto que se granjeó de todos quienes trabajaron a su lado, sin excepción, debido quizás a su manera de ser: directa, rotunda a veces, sincera siempre, sin ambages y sin lugar para la duda.
Durante esta dilatada etapa, aparte de su labor docente, ganado el afecto y el respeto de sus alumnos –ahora me refiero de modo concreto a los de Granada- llevó a cabo su tarea investigadora, que no es lugar de glosar y por ello no lo hago, con la publicación de sus libros, de sus artículos, de sus dictámenes, de sus informes…, todos obras de referencia por su minuciosidad, su detalle y su profundidad. Horas y horas en el Departamento, pulsando de ese modo tan especial y veloz el teclado del ordenador, dieron como fruto sus trabajos que ahora habrá que recopilar y sus ideas que consultaba, discutía y ponía en tela de juicio hasta que se convencía de la solución concreta. Además de intentar contagiar el interés por algún tema, lo que lograba, disfrutaba con su trabajo, dedicándole todo el tiempo que hacía falta –hasta más del que le daban o él se fijaba- y esperaba con interés y alegría un nuevo encargo. Recuerdo cómo decía, hablando de una junta general de una sociedad eléctrica a la que asesoró por ejemplo, que como realmente se aprendía era asistiendo a ella y oyendo a los administradores y a los accionistas y a los abogados y de esta forma él también enseñaba y se aprendía Derecho mercantil disfrutando al hacerlo. Fernando Valenzuela Garach fue un gran jurista: un buen Profesor, un buen investigador y un buen Abogado, reclamado como tal por otras Universidades y Centros, por Institutos y Proyectos e incluso por Estudios y Despachos profesionales en los que desarrolló de forma admirable sus tareas de asesoramiento y de formación. Muchas iniciativas suyas, en este sentido, han quedado truncadas de pronto.
Hoy quiero recordar al Fernando Valenzuela Garach con el que he pasado tanto tiempo, por el que me sentido querido y al que he respetado yo también y también querido, con el que día a día he trabajado en el Departamento, por el Departamento que -gracias a él y a María José- en un período muy fructífero desde el punto de vista profesional y personal de todos- se extendió hasta las Universidades de Pelotas, de Brasilia y de Montevideo, primero y luego a las de Asunción, Buenos Aires, Córdoba, Tucumán… y probablemente lo hará pero ya sin él a alguna chilena, su gran ilusión de los últimos años, que no podrá ver cumplida. Gracias a su tesón y a su esfuerzo, el Departamento y la Facultad de Derecho de Granada (y otras que participaron en estas Acciones) llegaron muy lejos y hoy hay una red profesional, de investigación conjunta y de intercambio con otros Centros y unas relaciones personales estrechas con queridos compañeros y colegas de aquel lado del Atlántico, sobre todo en Uruguay, donde ya Arturo y Andrés preparan un homenaje. Poder presentar un proyecto requería mucho esfuerzo, llamadas, datos…, muchas horas de dedicación, pero si en algo se empeñaba Fernando, fuera lo que fuera, se hacía. Su constancia, su tozudez diría si no estuviera escribiendo un in memoriam, eran la garantía de que algo que él quisiera –lo que él quisiera- iba a hacerse sin ningún género de dudas y, además, iba a hacerse bien.
Hoy recuerdo también, somos muchos los que recordamos, al amigo que sentías próximo y afectuoso, aun en sus silencios. Dice Juan Ignacio, que tanto lo conocía y quería, que Fernando no era un hombre de palabras, sino de gestos. Y es verdad. Y por sus gestos y por su cercanía cuando era necesaria y por su respeto en las distancias, por lo que hacía más que por lo que decía, muchos nos sentimos apreciados y queridos por él y, a través de él, por otros, pues todo, hasta los afectos (y si tuvo desafectos, ahora no sé, pues seguramente también), los contagiaba. Y por ello también nosotros somos amigos de los amigos de Fernando. Más de gestos que de palabras, aunque cuando tenía que hablar, desde luego que hablaba… y por corta que fuera su frase o su expresión, se le entendía muy bien, tanto como se entendía su gesto. Fue difícil verlo con mal genio, fue difícil verlo autocompadecerse de nada, fue muy difícil verlo preocuparse por cosas que ya no tenían solución. Dejadme que os lo diga: si pudiera hablarme cuando estoy escribiendo este artículo en su recuerdo, me preguntaría ¿para qué?; ha ocurrido y ya está. Su sentido práctico de la vida, de aprovechar cada uno de los momentos que ésta le ofrecía, le hacía no perder el tiempo en naderías. Yo creo que lo aprovechó bien. Y eso se lo lleva de esta vida tan corta que ha tenido. Salvo cuando se apasionaba por algo, que debía merecer la pena y que ocupaba entonces todo su tiempo y todo su esfuerzo, nada era lo mejor ni lo peor, nada era completamente bueno o completamente malo. Vivió sin preocuparse de envidias, ni de celos, alegrándose de los éxitos y de las satisfacciones de los demás, ayudando cuando podía: había alcanzado la madurez. Cuando hablaba de sus hijos (y de cómo se hacían mayores, lo que le alegraba), de su mujer y de sus padres, de sus hermanas o de su hermano Javier, al que felizmente podía encontrar al fin muchas tardes en la Facultad, cuando hablaba de este profesor o profesora del Departamento o de aquella Facultad que debía haber sacado esa plaza…, cuando se refería, después del desayuno, a lo bueno que era Ricardo o contaba algo de los jóvenes del despacho … -Fernando siempre hablaba de alguien y te envolvía en la conversación y te hacía próximo con quien se tratara- pensaba en Einstein: “Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos”. Fernando, si pensaba en él, era después de haberlo hecho con todos los demás. Se ha ido en plena madurez intelectual y personal, en su plenitud realmente y demasiado pronto, como los elegidos. Y, puesto a imaginar en este momento absurdo, creo que él estará satisfecho de su labor, de su trabajo, de sus iniciativas, de sus tareas, de esa vida, muy corta pero muy densa, que vivió en la tierra. Y ahora, con lo que le gustaba inventar negocios, estará preocupándose de otros mucho más importantes, en los que los que han quedado aquí abajo no son ajenos.
Se agolpan los recuerdos, los muchos momentos, los sentimientos… Me será difícil olvidar al amigo parco en palabras que con apenas un hola al pasar por la puerta de un despacho parecía invitar al suyo a hablar muy largos ratos (mientras él llegaba a cualquier rincón y a cualquier cuestión, enganchado a las nuevas tecnologías), llorando con desconsuelo por la muerte del hijo de un compañero o, y esa alegría nos la llevamos algunos, riendo franca y abiertamente “como hace mucho tiempo que no lo hacía”, primero una tarde y luego, hablando una y otra vez de ello, los días siguientes en nuestro último viaje juntos. Siendo serio, tenía un gran sentido del humor y sus ocurrencias y deliberadas respuestas, a veces en situaciones difíciles, permitieron que pudiéramos reírnos con él y hasta esperar su reacción divertida tras nuestra provocación.
Hoy, y ya siempre, estamos apenados por la pérdida de un amigo, por la marcha de una persona querida con la que convivimos en vidas paralelas –que por ello no pudieron cruzarse nunca- y del que nos queda el ejemplo, el camino marcado porque él marchaba delante; su trabajo, su obra, sus proyectos y sus deseos, sus planes y hasta sus encargos, que podemos entender mejor ahora. El cariño que le teníamos lo renovamos recordándolo y repartiéndolo entre su familia –que tan apenada está- y su amigos de siempre. No les servirá de consuelo pero han de saber que como le queríamos a él, les querremos a ellos y el cariño, cuando se da (como los panes y los peces) se multiplica. Cuanto más se da, más hay.
Honrado en el trabajo, muy estricto y escrupuloso en la administración de los bienes públicos, universitario a la vieja usanza preocupado por la llegada de los nuevos métodos, maestro de aquellos a quienes enseñó y ayudó y nunca deben olvidar eso, ha quedado su hueco en la Facultad que el año próximo le entregará su Medalla (que le gustaba tener por lo que significaba), en la Universidad española; ha quedado su hueco en el ámbito práctico del Derecho, a la cabeza de un grupo de profesionales que vivían la ilusión de los primeros momentos (y en ellos ocupaba un lugar especial su amigo, y amigo de los suyos, y fotógrafo oficial, Onofre, que en algún momento no lo retrató suficientemente); ha quedado su hueco en Granada por la que trabajó desde los lugares económicos, sociales y políticos, que se le encomendaron (Fernando era un político vocacional pero para una Política mejor, más clara y diáfana de la que hoy tenemos); ha quedado un hueco irremplazable en su familia, a la que queremos acompañar y querer y, en sus amigos y en sus compañeros, ha quedado un hueco –somos menos de lo que éramos por tanto-, el de un hombre bueno, el de una gran persona, Fernando Valenzuela Garach, al que rendimos homenaje en esta mañana de lunes también tristísima, como aquella, lo que siempre haremos de forma íntima, siempre que le recordemos.
A la imagen de un Crucificado de cristal que Nuria tendrá por alguna parte o que, al menos, estaría en su casa algún tiempo, como en el propio Calvario hace tres meses, como en la Iglesia, hoy que Fernando se ha presentado con los talentos que se le entregaron, que fueron muchos, multiplicados porque no los escondió en la tierra, porque los trabajó como le enseñaron sus mayores, ante ese crucifijo en el que hemos de creer y confiar a pesar de lo duro de la situación, podemos decir: Ha competido en la noble competición, ha llegado a la meta en la carrera. Fernando Valenzuela Garach: descanse en paz.
José Luis Pérez-Serrabona González
Catedrático de Derecho mercantil