La sinrazón no tiene nombre propio, carece de ideología, está huérfana de lógica.
Son miles las atroces vivencias que, fruto de la ilógica, hemos vivido en nuestro país consecuencia del terrorismo asesino a manos de quienes deben pasar ignorados a la posteridad para que esta pueda maldecirlos sin conocerlos–como ya aventuraba Pérez Galdós tras el magnicidio del General Prim-.
Fruto de esa actitud execrable, hemos padecido, sufrido, hemos llorado, nos hemos fortalecido y, hoy seguimos haciendo frente a los terroristas, bien desde asociaciones o fundaciones, bien por medio de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, o desde el firme anonimato.
Hoy por fin, nos hemos levantado no sin trabajo. Y es que son muchos los recuerdos y las ausencias, es tremendo el dolor. Pero ya no estamos arrodillados ante el odio y la cobardía de quienes cogieron las pistolas como herramienta, y los cuerpos de los españoles como diana.
No es momento de hacer comparaciones respecto al dolor de las víctimas (infinito en ellas), pues todos merecen un sentido homenaje que a diario les brindamos las personas de bien.
Sin embargo, conviene rememorar un caso en el que perdió la sinrazón cuando jugaba una partida con todas las cartas marcadas y, milagrosamente, apareció un comodín vestido de verde y con tricornio.
Todo estaba perfectamente calculado para conseguir su fin último: decenas de portadas de periódico anunciando la muerte de uno de los nuestros, un país levantado pidiendo justicia, una nueva familia destrozada.
El pulso estaba sobre la mesa. Un pulso con un solo brazo. Un envite en el que se sabían ganadores una vez más con sus cartas marcadas y en el que las normas del maldito juego las imponían ellos.
En esta ocasión, la condición pasaba por el acercamiento de los presos de la banda a las cárceles del País Vasco. La contrapartida era la liberación de un funcionario de prisiones secuestrado durante casi un año y medio. Un chantaje al que no se podía prestar el Estado de Derecho.
Así transcurrieron 532 días. Enterrado bajo tierra en un zulo ideado para la peor de las torturas. Humedad, penumbra, suciedad… La voluntad de los terroristas no era otra que dejarlo morir, pues sabían que sus pretensiones no se verían cumplidas. Era cuestión de tiempo y estaba todo calculado: Una nave en Mondragón llena de maquinaria pesada, escasa actividad en la misma, tres mil kilos de maquinaria sobre el habitáculo donde estaba encerrada la víctima, hacían que la probabilidad de éxito en la búsqueda que se llevaba a cabo durante mucho tiempo era bastante escasa. Había sido especial la obsesión que en esta ocasión la banda había puesto en encontrar una cárcel en forma de sepultura.
Sin embargo, nuestro comodín vestido de verde y con tricornio cumplió una vez más su cometido. La Brigada de Información de la Guardia Civil de España no cejó en su empeño y encontró la pista que llevó a todo un país a una de las alegrías más importantes de nuestra época.
“Ortega 5-K Bol”, era textualmente la inscripción que se encontró en una agenda intervenida en la detención a un cabecilla de la banda en Francia.
Esos datos –a priori poco relevantes- fueron suficientes para que el responsable del operativo de búsqueda, junto con los 60 miembros a su cargo, determinara que el sospechoso era un tal Bolinaga y que había recibido 5 millones de pesetas para financiar el secuestro que mantenía en vilo a todo el país.
De inmediato se produjeron las correspondientes detenciones, y en muy breve tiempo la libertad del secuestrado era una realidad, tan dura (por las circunstancias físicas y psicológicas en que se encontraba) como las condiciones en que le habían hecho vivir. A todos nos resultó extraña su capacidad de mantenerse durante tanto tiempo con vida pese a sus intenciones de suicidio en más de una ocasión.
Y es que ese comodín vestido de verde y con tricornio había realizado, una vez más, un trabajo anónimo, cauto, socorrido, diligente, eficaz…
Como tantos y tantos de los Guardias Civiles que han procurado velar por España y sus gentes con su alma. Muchos de ellos incluso con su sangre y con su vida.
Ellos son nuestros comodines. Aquellos que, a tenor de lo dispuesto en la Real Academia de la Lengua Española, están dispuestos para muchas utilidades.
Los encontramos en la montaña, en el mar, por aire, en la naturaleza, custodiando el tráfico, interviniendo las armas, persiguiendo delitos informáticos, combatiendo el terrorismo… allá donde exista una necesidad de auxilio para la vida ajena o para el cumplimiento de la ley, siempre estará la Guardia Civil.
Orgulloso estará el Duque de Ahumada, que en el siglo XIX fundó el benemérito instituto con una función principal que era la de “proteger eficazmente a las personas y a las propiedades”, cuando vea que se cumple con creces el fin último para el que se creó este “cuerpo especial de fuerza armada”.
Como orgulloso y agradecido estará ese secuestrado que sobrevivió enterrado en vida durante casi 18 meses y que la única mano amiga que estrechó en ese tiempo fuera la que lo liberaba del calvario sufrido y lo extraía de esa tumba que los malnacidos le cavaron en la espera de verlo morir como tantas víctimas que se cobraron sin ningún tipo de escrúpulo.
Aquel éxito se cobró otras víctimas. Esas víctimas –y las pretéritas- hoy deben ser objeto de tributo permanente pues dieron su vida por España, en una batalla en la que solamente había un bando y en la que los portadores de las banderas blancas eran objetivos perfectos.
Y hoy, como ayer lo hacían los que no están con nosotros, la mayoría de las víctimas que han pervivido a la catástrofe terrorista, enarbolan esas banderas blancas.
Unas banderas blancas que no paran de ondear, pese a estar manchadas con su propia sangre o con la sangre de los suyos. Siguen ondeando pese a espiantarse entre sus costuras tantas lágrimas derramadas por el dolor.
Poco podemos hacer por ellos, más que mantenerlos eternos en nuestra memoria y luchar por la justicia.
Muchos de ellos salvaron su vida, y la atravesarán a buen seguro cargada de recuerdos gracias a la labor de ese comodín vestido de verde con un tricornio en su cabeza.
Y en este momento, en el que hemos ensalzado la labor de un cuerpo como la Guardia Civil, y hemos honrado la memoria de las víctimas, nos cabe reflexionar: si existe una Justicia, los dos mil quinientos atentados, los 858 asesinatos, la persecución étnica, el acoso, los secuestros, el uso irracional de la fuerza destinado a las víctimas y hacia quienes velaban por su seguridad, dicha Justicia deberá caer con toda su fuerza hacia quienes –como decía Pérez Galdós- deben ser ignorados a la posteridad.
Podrán pasar muchos años, podrán pasar muchas cosas. Nunca nos olvidaremos.