Recientemente hemos asistido a la sutil maniobra de los líderes de Alemania y Francia para atajar la crisis, apostando por ser cabezas de ratón en una lid donde deberían intervenir, al menos, todos los países de la eurozona. Estos, a la retranca, han preferido de forma unánime interpretar el papel de cola de león dejando en manos del Banco Central Europeo la responsabilidad de encauzar los acontecimientos hacia terrenos más realistas que los propuestos por los políticos. De los que, por cierto, los mercados desconfían.
No sé a ustedes, pero a mí particularmente leer todas estas noticias y, sobre todo, entrar en el detalle de las cifras necesarias para equilibrar la deuda, reducir la prima de riesgo y devolver la credibilidad al sistema financiero, me produce un tremendo desasosiego, aparejado de náusea. Máxime cuando uno repara en el motivo principal del objetivo actual de los jefes de estado europeos: salvar el euro.
Está bien, tiene sentido. Pero ¿no hubiera sido más lógico empezar por querer salvar a las personas?
Imagino que algunos pensarán que lo primero conlleva lo segundo: salvando la moneda común se fortalece la economía global, se equilibran los mercados y las reglas que los sustentan, y se garantiza devolvernos al estado de bienestar perdido. Todos satisfechos. No obstante, con regulaciones y medidas de control más estrictas, ¿volveríamos así a alimentar el mismo sistema o a un nuevo capitalismo?
Si al modelo liberal smithiano, y su “mano invisible” para contrarrestar los desajustes del mercado, le sucedieron el ‘new deal’ de Roosevelt, el monetarismo friedmaniano y sus Chicago Boys (cuyas ‘sutiles recomendaciones’ dieron los resultados conocidos en el Chile de Pinochet o la Argentina de Videla) y luego los tecnócratas defensores de un neoliberalismo ferozmente mercantilista y corporativista a nivel internacional, ¿a qué nos enfrentamos ahora?
Si los estados europeos han de interpretar el papel protagonista y dejar a un lado las limitaciones impuestas por el principio de subsidiariedad (Tratado de Maastricht, reformulado en el de Lisboa) y, para ello, basan (casi) toda su estrategia en reflotar el sistema financiero para frenar la actual estanflación (I. McLeod), es probable que estemos presenciando el nacimiento de un nuevo modelo de capitalismo que incida aún más en las diferencias entre clases sociales, que haga desaparecer la clase media, que abra una brecha mayor entre los ingresos de los trabajadores y los directivos, y que propicie que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres. En definitiva, que sistematice las desigualdades sociales con la excusa de haber salvado la moneda.
Personalmente me sorprende observar cómo cada día hay más expertos en management defendiendo las teorías que dan el protagonismo a las personas dentro de las organizaciones, cómo cada vez más compañías confían en el desarrollo integral de sus empleados como personas y abandonan los sistemas decimonónicos de poder sobre sus recursos humanos, cómo se adaptan los modelos de dirección para dar cabida a los nuevos conceptos de coaching y mentoring que permiten sacar lo mejor de cada persona, cómo han evolucionado las herramientas de marketing para ir abandonado el concepto de cliente para pasar a hablar de modelo de relaciones con las personas, cómo las redes sociales han asentado con contundencia la relevancia de la interacción y colaboración entre infinidad de personas para obtener un objetivo común, cómo la publicidad está dejando de ser un arma de venta masiva para ser un mecanismo que provoca emociones particulares a las personas, … ¿estarán los que hablan de personas equivocados?.
Aun coincidiendo con A. Rand en que el capitalismo, alejado del altruismo, defienda que una persona, para poder producir libremente, necesite la certeza moral de que existe para sí misma y pueda actuar en su propio beneficio (perteneciéndole su vida y los productos de su trabajo), si lo llevamos al terreno empresarial, hoy, habría que matizarlo. Y habría que hacerlo porque ese principio ha desembocado en la maximización de beneficios y en una excesiva especulación por parte de unos pocos en detrimento de “unos muchos”.
Por el contrario, deberíamos pensar en un capitalismo más social, que vuelva la mirada al entorno local y se aleje del espejismo de lo global, más relacionado con producir para vivir y generar riqueza colectiva que dedicar todo el tiempo a acaudalarse deteriorando la vida de los trabajadores y el medio ambiente.
No estoy hablando de comunismo, mucho menos de un capitalismo comunista; me refiero a un capitalismo que prospere en una sociedad fundamentada más en la calidad que en la cantidad, en la cooperación más que en la competición, que busque la justicia social como objetivo y no el estricto beneficio económico (S. Latouche), que se fortalezca sobre un modelo de ‘bienser’ para obtener el de ‘bienestar’.
Para lograrlo, harán falta medidas regulatorias y de cooperación fiscal internacionales, de limitación de beneficios particulares a costa de los generales, de equiparación de salarios entre estamentos sociales y ajuste según productividad real, de eliminación de privilegios políticos, de transparencia en administraciones públicas, de control sobre las transacciones especulativas y movimientos fraudulentos de fondos, … y de educación de calidad para prosperar como personas.
José Manuel N. Ll.
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