LO APOFÁTICO

A veces decimos que la realidad, o el día a día, nos supera, y nos vemos impelidos por fuerzas que no podemos controlar ni sabemos con exactitud su origen ni sentido, aunque sí sus claras consecuencias. De las que no nos podemos evadir salvo que decidamos dar un cambio radical a nuestras vidas.

Y si nos preguntaran cómo definir esta situación, sencillamente no sabríamos qué contestar. No podríamos describir expresamente, con nuestro vocabulario, lo que nos ha sucedido. Pero, en cambio, sí que encontraríamos las palabras justas para definir con claridad justo lo contrario, la negación de esa realidad. Algo parecido es lo que en teología se llama apofatismo, o la búsqueda de la esencia de Dios a través de la reflexión de lo que no es.

No teman, no les voy a hablar de religión. O quizá sí me mueva en el terreno de la idolatría, pero de una índole diferente a la espiritual. La que se refiere a la presidida por la doctrina del poder económico que hace tan desiguales a los que lo ostentan y tan semejantes a los que lo pierden o no lo alcanzan.

Y esto es lo que nos está ocurriendo en medio, y me refiero a ese punto equidistante entre dos extremos opuestos, de la crisis poliédrica que persiste en arrasar a algunos sectores (¿eslabones?) de la sociedad en la que habitamos. No sólo es económica, y por ello es más compleja de describir y afrontar.

Decía G. Santayana que un hombre es moralmente libre si juzga el mundo y juzga a los demás con una sinceridad a ultranza. Pero una de las secuelas de esta crisis es que hemos abandonado nuestra libertad individual para convertirnos en colectivos que creen comportarse libremente pero en el fondo son el fruto de una alienación general; una gran organización social que asume que el devenir de la historia es así; y como todo el mundo lo acepta, no hay quien se atreva a cambiarlo.

Esta masa rítmica y palpitante (Elias Canetti) es la que sufre la infamia de las colas del paro, la que aguanta la ignominia del discurso de los responsables del gobierno presumiendo irreflexivamente de la mejoría de la economía con cifras tan ridículas como volátiles, la que resiste a ultranza con cada vez menos ingresos porque ser pobres les da el derecho y el coraje necesarios para subsistir o, en la desesperación, para suicidarse.

Digamos, con la sana capacidad de los entusiastas diletantes para enfrentarse cualquier problema, lo que NO es representativo de la situación actual: la aplicación de un sistema económico simétrico regido por el sentido del beneficio común, la observancia de los valores democráticos que descansan sobre la soberanía del pueblo como principios inalterables para un gobierno representante de su voluntad, la prioridad de los derechos civiles y la seguridad de sus habitantes basados en el respeto de los derechos humanos, el fomento de la formación, la reflexión crítica y el pensamiento creativo como modelo para el crecimiento interior de las personas.

Como en la teología apofática, nuestra capacidad de raciocinio, de comprensión de la realidad, no nos permite acercarnos intelectualmente a aquello que está más allá de lo que podemos concebir. Porque si fuéramos capaces de hacerlo, hallaríamos una economía asimétrica regentada por la especulación, una ética social tasada a precio de mercado, un sistema de corrupción estatalizado y una sociedad deslumbrada por la era del conocimiento y de la información masivos sin haber alimentado su visión crítica.

Pero este conocimiento nos está vetado, a tenor del comportamiento de gobernantes y grandes empresarios que presumen de un orgullo arrogante (R. Roll) para liderar programas de recuperación económica cada vez más cercanos al colapso (J. Diamond) mediante operaciones de ingeniería financiera que sólo apuntan a su beneficio inmediato mientras someten a él los instrumentos económicos básicos: el trabajo y el ahorro (J.A. Melé).

Y como no nos es posible acceder a ese dios incognoscible e incomprensible, las horas volverán y nos encontrarán instalados y dóciles (J. Massip), una vez más. Porque sabemos lo que nos afecta mediante la negación de lo que deberíamos poder disfrutar como sociedad desarrollada, pero parece que no alcanzamos a demandar con urgencia la transformación de todo ello en positivo.

Mientras tanto, seguimos mirando hacia atrás y vemos que el pasado ya está escrito. Pero el porvenir depende de nosotros. A base de tener demasiado presente el pasado, los horizontes se reducen y ensombrecen, y la inercia –nuestro gran enemigo- lo domina todo. La evolución se paraliza y se favorece el desgarro, la ruptura, la revolución… En los espejos del pasado nos vemos mucho a nosotros mismos y poco a los demás (F. Mayor Zaragoza).

Esa inercia, esa instalación en la cotidianeidad, esa docilidad para aceptar el conocimiento y la imposición de lo que no debiera ser, es lo que nos aísla y expropia el futuro.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

 

 

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