“El futuro ya pasó,
sólo está distribuido de manera desigual”
W. Gibson
No fuimos nosotros. ¿O quizá sí lo fuimos?.
Porque fuimos obedientes. Y diligentes. Y estuvimos capacitados para llevar a cabo las tareas que se nos encomendaron, con talento y determinación. A veces, quisimos aportar creatividad, iniciativa y pasión, aunque no siempre nos dejaron. Y, en algunos casos que luego fueron denostados, nos atrevimos a levantar la mano para mostrar nuestro desacuerdo con los planes trazados por considerar que eran otras las vías por explorar, abandonando los viejos puertos y las banderas del oportunismo insolidario. Pero aún así, mantuvimos el paso firme y la convicción de que sumar era más beneficioso que restar o dejar de colaborar.
Y lo pagamos caro.
Ahora somos millones los que, desde hace unos años, alimentamos las estadísticas del desapego social, del desarraigo de la economía, de la desventura de sufrir un futuro víctima de los espejismos y las vulneraciones del pasado. A las cifras de la desesperanza unos las llaman simplemente paro, los más oficialistas tasa de desempleo, los triunfalistas población no activa y los de criterio certero, nivel de desocupación.
Nosotros, llanamente, clamamos justicia mientras hilvanamos los días con la espinosa vigilia de las noches.
Hay quien dice que nos merecemos las consecuencias del desenfreno consumista y de la inconsciencia colectiva del endeudamiento privado. Y también que somos responsables, ¿por qué no?, de la respuesta voluntariosa de la administración y de las grandes empresas de poner a nuestra disposición un estado del bienestar espurio y quimérico, al que abrazamos y adoramos como a un becerro de oro virtual y profético, al que hubo que alimentar incrementando la deuda pública en una proporción similar a la deshonestidad de sus administradores.
Pongamos la conciencia sobre la mesa: ¿no nos conformábamos con lo que poseíamos y pretendimos “tener” más que ocuparnos de “ser”?, o ¿seguíamos la guía fácil y hedonista de la impronta locuaz que nos imponían modas, mercados, marcas, bancos, medios de comunicación, gobernantes, … cuentacuentos vestidos de corderos?
Ah! Predecir no está reñido con improvisar. Todo lo contrario.
Al final del camino fácil (sabíamos que íbamos a llegar a este punto), los analistas describieron el paisaje, elaboraron mapas y acotaron sus desniveles; los gobernantes airearon sus predicciones, abrillantaron brújulas y astrolabios y mudaron sus vestiduras por galas de mejor linaje; los financieros se aliaron con los cuervos para limpiar los despojos del festín y ocuparon silos y bodegas; los grandes empresarios atisbaron otros horizontes y reclamaron a los tejedores de sueños procedentes de otros lares.
Y a nosotros, que acarreamos atriles, libros, reglas y compases, que desbrozamos la maleza, levantamos puentes y horadamos la densidad de lo inesperado y respetamos los valores de los hombres, se nos impusieron reglas, procesos y modelos en substitución de los principios que nos habrían de hacer mejores.
Para los defensores del capitalismo, desde A. Smith hasta A. Rand, el bien común alcanza su máxima expresión cuando cada individuo es libre para perseguir su propio interés (G. Hamel). El problema es que a unos se nos exhortó a perseguir nuestros sueños de forma individual, titulizándolos y racionándonos el oxígeno, y para otros aquel interés resultó ser la suma de los réditos vitales de muchos de nosotros, sus congéneres.
Sí. Es posible que fuéramos los culpables.
Por impotencia para oponernos y luchar contra los que han demostrado no ser mayordomos de la sociedad sino mercenarios de sus propios egoísmos y albaceas de su sectaria avaricia especulativa. Por ignorancia e incapacidad para detectar los cantos de sirena y la mirada oblicua de Caronte ocultas tras las brumas de la falaz prosperidad. Y por indiferencia, al dejarnos llevar por la corriente global y olvidarnos del compromiso de supervivencia para con nosotros mismos, y de confianza, más allá de la honestidad, para con los demás.
Nos equivocamos. Nos atrevimos a pensar que las organizaciones debían ser merecedoras de nuestra economía creativa, de nuestro impulso natural a la cooperación y que debían tener una dimensión a escala de nuestra capacidad de relación interpersonal. Pero se nos midió por nuestra disposición para ser serviles a la organización, se nos incentivó la competitividad traicionera y admitimos que la grandeza estaba en el tamaño y no en el conocimiento.
Y acabamos alimentando dinosaurios que terminarán desapareciendo al tiempo que nosotros. No más tarde. Ni más temprano. El período justo para que una generación se desvanezca por haberse preocupado en “justificar lo que ha sido”, y no por haberse ocupado en “hacer realidad lo que podría haber sido”.
Ahora nos toca desanclar nuestras emociones del pasado e intentar ser resilientes y flexibles si queremos perdurar más que las organizaciones e instituciones que nos han dejado a un lado a cambio de su sobrealimentación y protección excesiva. Esperemos que desaparezcan porque lo han merecido.
No fuimos nosotros los culpables, los que escribieron esas reglas. O quizá sí, porque tampoco nos retiramos a tiempo de ese juego.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena
Deja una respuesta