“Que por mí no sufrió merma alguna
la libertad de nadie, ni la mía propia”.
Séneca
Quienes me leen más o menos asiduamente, se habrán percatado que hace tiempo no escribo sobre emprendimiento. El mundo de la empresa no me es ajeno, ni como empleado, ni como directivo, ni como socio; pero cada vez me cuesta más seguir la estela de las personas, profesionales y expertos, que se dedican a escribir y aconsejar a los que quieren iniciar una aventura empresarial. A los llamados emprendedores.
Lo cierto es que nunca he entendido muy bien la diferencia entre emprendedor y empresario. Parece como si para los primeros estuvieran reservadas las capacidades del esfuerzo infinito, la pasión desmedida, la innovación más atrevida, el amor por el riesgo, la perseverancia irreductible, el talento inagotable, la visión extrema y la independencia genuina. Atributos, todos ellos, aparentemente ligados a la juventud. Y para los segundos sólo queda la experiencia, el rastro de sus éxitos y sus fracasos, y la gravedad de tener que decidir sobre su futuro y, en su caso, sobre el de sus trabajadores.
Y digo que me cuesta seguir aquella estela porque, en la actualidad, observo demasiada “farándula” en torno a todo lo que se refiere a emprender una actividad empresarial. Y también un desmedido desenfoque cuando el emprendimiento, desde las administraciones hasta los más ilustrados expertos de la motivación, se veta a quienes no cuentan con el elixir de la eterna juventud, por poner un ejemplo.
En nuestra sociedad, fruto de un innominado proceso de “descatalogación” de los profesionales con más de 50 años bajo la ajada excusa de reestructurar sectores y empresas a causa de la actual crisis, está viendo cómo sus calles se pueblan de conocimiento desatendido, experiencia malgastada y referencias huérfanas. No hay mercado para la recolocación y emprender no es para ellos… ¿quién se va a atrever ahora a iniciar una aventura arriesgando el poco capital que disponga?
Pues bien, en palabras de Patricia Ramírez, “cuando hablamos de emprendedores, fantaseamos con la imagen de un hombre apuesto, echado para delante, bien vestido y bien posicionado, con una mente brillante que le permite ser un gurú y anticiparse a las necesidades del mercado. Su imagen también se asocia a la toma de decisiones fría y calculadora, a la capacidad de invención y de ser creativo. Una persona sin miedo al fracaso. Porque emprender no solo es empezar, sino que todos lo asociamos a términos como miedo, fracaso, éxito, dinero o reconocimiento. Si decidimos emprender, deseamos triunfar. A nadie se le pasa por la cabeza la idea de acometer un negocio por el simple hecho de divertirse. La idea es que la propuesta tenga valor, se convierta en un medio de vida y, si todo acompaña, en una futura empresa”.
Cierren los ojos e imaginen a alguien que pueda ajustarse a ese papel… seguro que no será del perfil de los que hablábamos dos párrafos más arriba. Ni tan siquiera los empresarios ya establecidos y con capacidad para iniciar nuevos negocios, estarán en su imaginación. Porque esos emprendedores están tildados por la valentía, la aventura, la planificación visionaria, el esfuerzo, el optimismo, el posibilismo, la estabilidad emocional, el control y la pasión.
Y es cierto que debería ser así, pero también para cualquier persona que decida alcanzar un reto, sea cual fuere su condición y el objetivo por lograr.
Lo más curioso es que al amparo de la fiebre por el emprendimiento, a los jóvenes que salen al mercado laboral buscando una oportunidad en la que demostrar sus conocimientos y aplicar su energía, se les induce a crear e interpretar un papel con el que poder demostrar a la sociedad, y a los inversores, que han superado todas las pruebas y que están dispuestos al éxito inmediato sin pasar por las irremediables y aleccionadoras caídas y recaídas.
De esta forma, nos encontramos con aspirantes a empresarios, vestidos con elegantes trajes y discursos inmaculados, lanzarse al mercado con una imagen clonada de ejecutivos en ciernes. Cargados de motivación y de energía arrolladora, pero tan repetida y manida que no causan sorpresa ni emoción. Y lo más deprimente, salvo raras excepciones, es que no aportan valores nuevos a un discurso cuyo objetivo prioritario es ganar una cuenta
En cambio, sí nos encontramos con empresarios que han ido creciendo poco a poco, trabajando en diversos sectores, aprendiendo las mejores técnicas de los mejores maestros, que se han puesto un objetivo: ser mejores cada día hasta alcanzar la cima. Y continuar siéndolo para vislumbrar nuevos horizontes. Pero, para lograrlo, las cualidades que se han preocupado de alimentar son otras bien distintas: honorabilidad, prudencia, curiosidad, amistad, lealtad, hospitalidad, disciplina, discreción, generosidad, maestría, resiliencia y, sobre todo, humildad.
Hace tiempo aprendí una lección importante: mientras la gran mayoría se preocupa por parecer grandes, hay quienes se ocupan de SER grandes. Permítanme un consejo, si eligen “parecer” dedíquense mejor a la interpretación; pero si prefieren “ser” empiecen el ascenso desde el nivel del mar.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena