“El conocimiento es un amigo mortal
cuando nadie pone las reglas.
La suerte de toda la humanidad que veo,
está en manos de tontos”.
Cuando una palabra se usa con frecuencia, podemos caer en el error de reducir su contenido semántico a una de sus acepciones, dejando a un lado otras que tienen el mismo o mayor grado de relevancia. Esto sucede con el concepto de “corrupción” (y sus adjetivos), el cual hemos circunscrito al ámbito de las organizaciones, públicas o privadas, cuando se produce dentro de ellas la utilización de las funciones y medios disponibles para la obtención de beneficios económicos, o de poder, por parte de sus gestores o de personas con capacidad de decisión o de influencia.
El uso indiscriminado del término sobre estas prácticas “perversas” con las que algunas personas han engrosado su patrimonio personal a costa del erario público o con fuentes de financiación dudosas o fraudulentas, impide que reparemos en el resto de significados. Etimológicamente, corromper quiere decir “romper junto” y hace referencia a la desnaturalización de algo cuando éste actúa no regido por el fin que le impone su naturaleza, sino en función de un fin ajeno (J.J. Gilli).
Desde el punto de vista normativo, no todas las prácticas corruptas están contempladas en el código penal, lo que las situaría en el marco de la ilegalidad, pero necesariamente sí que están en el ámbito de las normas éticas que rigen el comportamiento y las relaciones de los individuos dentro de cualquier colectivo, sea empresarial, político o social, conlleven beneficios económicos o de otra naturaleza.
Los casos de corrupción que podamos recordar en este instante saltaron a los medios de comunicación por haberse violado la legalidad vigente y porque, en general, fueron protagonizados por quienes aprovecharon su posición, como representantes públicos o gestores de capitales que les fueron delegados, para enriquecerse o favorecer a terceros de los que, además, pudieron obtener otras prebendas. Pero existen otros actos igualmente corruptos que no violan la legalidad vigente, pero vulneran normas informales como la estabilidad de un grupo social, el bienestar y el progreso general o de una comunidad, el condicionamiento del desarrollo económico de una ciudad o de un país, la sostenibilidad de un entorno, etc.
Entre estos últimos podemos encontrar los que tienen lugar en el terreno de la política, cuando el desempeño de las funciones que el pueblo otorga a sus representantes no se corresponde con la búsqueda del bien común sino con la satisfacción de intereses personales o partidistas, cuyas consecuencias implican poner en duda la credibilidad de las instituciones o la finalidad de los gobiernos. Y, sobre todo, perjudican el futuro de los ciudadanos que no solo depositan su confianza en ellos, sino que además contribuyen con sus impuestos al sostenimiento económico de sus gobernantes.
El espectáculo al que estamos asistiendo desde la celebración de las elecciones generales, autonómicas y municipales, desde el punto de vista formal respeta la legalidad ya que no se está vulnerando ninguna ley electoral general ni reglamento regional o local que impida el juego de pactos y traiciones que están protagonizando todos los partidos, pero desde el punto de vista moral sí que podríamos conceptualizarlo como la materialización de una corrupción consentida. Consentida (o representada) por todos los actores que están participando en el juego de reparto de parcelas de poder, consentida por las instituciones que deberían poner coto a la desvergüenza de los llamados “representantes del pueblo”, consentida por los funcionarios públicos que soportan con estoicidad las veleidades de sus nuevos administradores y consentida por los ciudadanos que no ocupan las calles reclamando un punto final a este falaz arbitrio de la democracia.
Quizá todo ello sea consecuencia, como concluye el estudio “World Development Report: Mind, Society, and Behavior”, de que la corrupción y la desigualdad son las normas sociales por defecto de los humanos, ya que (desde el punto de vista evolutivo y de resolución de dilemas morales) primero pensamos en nuestro propio bien y después tenemos en cuenta las reglas legales y sociales, sus castigos y recompensas. Por lo tanto, la corrupción no es exclusiva del poder político y empresarial sino también de la sociedad que, en cierta medida, la tolera (F. Manes).
Quien comete actos de corrupción suele justificarse aludiendo razones superiores a su voluntad (disonancia cognitiva), bien sea por tratar de hacer un “bien general”, por seguir criterios ya establecidos, por favorecer a terceros (y de paso a sí mismo), por obedecer instrucciones o por miedo a un futuro incierto. El problema es que cuando estos actos no son ilegales y no se produce sanción social, se normaliza el delito moral, lo cual puede ser el punto de partida para el deterioro generalizado del comportamiento ético de la sociedad, hasta el punto de que la honestidad pueda ser vista con recelo o señalada con burla.
La letra de “Epitaph” de Kiing Crimson en realidad dice “Confusion will be my epitaph”. Confundir significa “fundir con”, o “eliminar los límites para no saber dónde termina uno y empieza otro”. ¿Actuamos o seguimos consintiendo?
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena