Siempre he dudado del término normalidad, sobre todo cuando se aplica a modos de conducta, individual o social. En estadística, decimos que una variable presenta una distribución normal cuando gráficamente se puede representar con una campana de Gauss en la que la mayoría de los sucesos ocupan la parte central del polígono de frecuencias, mientras que los eventos menos usuales se encuentran en los extremos. Esta normalidad está basada en variables continuas o discretas, es decir: numéricas; en cambio, la observación de variables cualitativas dificulta la decisión de tildar como normal lo que ocurra con mayor frecuencia y como no apreciable lo inusual, ya que en los extremos puede estar lo más interesante.
Tampoco entiendo muy bien que a los modelos económicos imperantes, impuestos o aplicados durante décadas o siglos, se les identifique como normales. De hecho, durante la crisis económica del 2008, M.A. El-Erian acuñó el término “nueva normalidad” para describir el escenario económico y financiero que había que adoptar para resolver el caos global en el que se sumieron muchos países avanzados, el cual no fue fruto de un ciclo de negocios sino la consecuencia de prácticas especulativas que desembocaron en una quiebra estructural y de confianza en un sector, hasta entonces, “intocable” y que desencadenaron grandes desigualdades en la distribución de la riqueza, en la capacidad para obtener ingresos y en las oportunidades para progresar socialmente.
El modelo “normal” hasta 2008 resultó fallido y la pretendida recuperación no se produjo en “V”, como se anunció, sino con un crecimiento asimétrico dependiente del rescate llevado a cabo por los gobiernos y de la aplicación de manidas políticas monetarias primero y, más tarde, otras menos convencionales que consiguieron incrementar las desigualdades y fomentar el surgimiento de preocupantes extremismos populistas.
La “new normal” que proponía El-Erian se refería a la aplicación de reformas estructurales de fomento al crecimiento, a políticas fiscales con mayor capacidad de respuesta, a aliviar los focos de endeudamiento excesivo, a una mejor coordinación global y a una mayor cohesión social y política, además de un impulso realista de la innovación tecnológica puesta al servicio de las personas y no como sustitución de sus capacidades. Pero la salida de la crisis financiera de 2008 no fue hacia una “nueva normalidad” sino hacia un estancamiento con tintes de recesión, en la que nos encontrábamos cuando el Covid19 nos ha desplazado desde la búsqueda de productividad y eficiencia a la necesidad de mostrarnos resilientes y alineados con lo próximo, en contraposición al espejismo de la globalización.
Ahora se pretende alcanzar una “nueva normalidad” y “reconstruir” el país aplicando las mismas reglas que en crisis anteriores, cuando ni el origen ni el alcance tienen nada que ver con la actual, si bien las consecuencias, en este caso económicas y de salud, sí que las vuelven a sufrir los más vulnerables. El Covid19 nos ha dado la oportunidad de reconsiderar lo que estábamos haciendo mal al frenar de golpe casi toda actividad y de poner en valor aquello que ha demostrado requerir más atención e inversión.
Paradigmas económicos ya trasnochados, estructuras sociales basadas en desigualdades, modelos insostenibles de explotación de los recursos naturales, sistemas globalizados de abastecimiento y producción soportados por el aprovechamiento de personas y regiones, exceso de consumo y de desecho de residuos, tibio compromiso para contrarrestar el cambio climático, reducida inversión pública en ciencia, tecnología, educación y sanidad…, una larga lista de actuaciones que eran la “normalidad” y que, todo parece indicar, las están queriendo reponer mediante un conjunto de narrativas sobre el presente y el futuro, usando técnicas de storytelling y mecanismos de control emocional de la población ya usados en otros momentos de la historia.
La incertidumbre y el miedo al contagio han sido compensados con el estímulo de una mayor conexión social a través de la terapia de los aplausos y las caceroladas, de la solidaridad y la cooperación entre desconocidos, de los artistas compartiendo lo que mejor saben hacer, de la identificación como héroes a ciudadanos cuyos trabajos pasaron de anónimos a esenciales… Conexión social que ha durado mientras el confinamiento fue estricto y alimentado con argumentos emocionales. La mal denominada “desescalada” y la torpeza del gobierno en la gestión e información de la crisis están fomentando la ruptura de ese vínculo y evidenciando la fragilidad del sistema político, cuya recuperación requerirá del mismo tratamiento que los pacientes que, tras un largo periodo en la UVI, han sufrido lesiones orgánicas irreparables.
Aún no tenemos datos ciertos de lo que está suponiendo esta crisis, tanto en vidas como en impacto económico, pero cuando estén disponibles posiblemente nos daremos cuenta de que el daño ha sido mucho mayor del que se comunica y que los beneficios del confinamiento han sido menores que lo argüido. Mientras tanto, la administración programa repetitivamente mensajes y publicidad con un eje común: la unidad para volver a una rutina llamada “nueva normalidad”, poniendo énfasis en la reconstrucción colectiva para olvidar o minimizar la gravedad de lo pasado.
Si hemos aceptado la restricción de nuestras libertades durante el estado de alarma y sufrido la pérdida de seres queridos, qué menos que nos ofrezcan una “normalidad” diferente e inexplorada en la que se priorice a las personas. En la que la economía y la política estén a su servicio, no al contrario.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena
Fantástico artículo J. M.
Han pasado unos meses desde que se escribió este artículo, y con el Covid eso es mucho tiempo, pero todo sigue muy vigente, con esa necesidad de que la economía , política, finanzas, etc etc etc esté al servicio de las personas y no al contrario, efectivamente.
Gracias por el comentario.
Poner el foco en las personas, efectivamente no debe ser una cuestión de moda sino de convencimiento y cultura corporativa.
Un saludo,